"The Creator" recicla ideas a través de un espectáculo visual tan hueco como increíble
El deslumbrante largometraje de ciencia ficción se ve limitado por un genérico y superficial libreto que no le permite igualar la grandeza de sus imágenes.
Quería amar The Creator, pero me tuve que conformar con que estimulase mis pupilas por dos horas. He sido admirador de Gareth Edwards desde su debut directorial, Monsters, en el 2010, donde por primera vez exhibió su don para plasmar en pantalla un asombroso sentido escala -tanto de sus fantásticos y monstruosos sujetos, como de sus naturales entornos-, destreza que desarrollaría y amplificaría en sus películas subsiguientes, Godzilla (2014) y Rogue One (2016). Su experiencia detrás de las cámaras de esta excelente cinta de Star Wars fue tan tumultuosa que se distanció del medio por siete años y hoy regresa a él con el tipo de filme que muchos cinéfilos llevamos años suplicando a gritos, ese que ya prácticamente no producen en los estudios: uno de carácter original, desvinculado de toda propiedad intelectual preexistente. Los avances prometían un espectáculo visual, y en este aspecto el largometraje cumple a la enésima potencia, lo que hace aun más frustrante el hecho de que el libreto no esté a la misma altura.
Primero, lo que funciona. La puesta en escena es una absoluta maravilla, un apabullante asalto a la vista que por sí solo es capaz de activar la imaginación y encaminarla a pensar en el rotundo clásico que The Creator pudo haber sido con un guión más profundo y robusto. La colaboración de Edwards -quien dio sus primeros pasos en la industria en el departamento de efectos visuales- junto a sus dos cinematógrafos (Greig Fraser y Oren Soffer) y el talentoso equipo de VFX, nos transporta a un futuro en el que Estados Unidos se ve involucrado en un conflicto armado contra la Inteligencia Artificial (IA), atrincherada en la nueva república de New Asia, esto luego de que los robots detonaron una bomba nuclear en la ciudad de Los Ángeles que acabó en el exterminio y la prohibición del AI en suelo estadounidense. El cineasta evoca imágenes y recuerdos de la Guerra de Vietnam, retocando tanto la jungla como los guerreros que luchan en ella con diseños futuristas sacados de múltiples fuentes dentro de la ciencia ficción, para sumergir al espectador en las precarias realidades de este universo.
La fusión entre la naturaleza y la tecnología es una de las principales fortalezas de la propuesta visual de Edwards. Los efectos están plenamente integrados a los paisajes de Tailandia -donde transcurrió la mayoría de la filmación- así como a los actores, muchos de ellos con extremidades robóticas o con sus semblantes colocados delante de un cráneo hueco y metálico, haciendo invisible la división entre lo análogo y lo digital. No hay un solo tiro de efectos especiales que no humille a muchísimos otros estrenos contemporáneos con el doble o el triple del presupuesto ($80 millones), lo cual pone aún más en evidencia las chapucerías recientes que hemos visto en The Flash o Ant-Man & The Wasp: Quantumania, a la vez que demuestra lo que son capaces de crear estos artistas cuando no están siendo explotados por los estudios. Independientemente de sus faltas y su rentabilidad comercial, The Creator debería ser tomada como un recordatorio de que las producciones de “mediano” presupuesto, no solo pueden verse espectaculares, sino que tampoco necesitan hacer un fracatán de dinero en la taquilla para que sean lucrativas.
Todos estos aciertos, tanto creativos como económicos, se ven socavados por un libreto -escrito por Edwards y Chris Weitz- que recicla un sinnúmero de ideas y no hace nada novedoso con ellas. La posibilidad de una guerra entre los humanos y las máquinas ha sido explorada a lo largo y a lo ancho del género del sci-fi en cuanto medio ha sido posible. En tiempos cuando la Inteligencia Artificial es tema de conversación y debate diario, atentando contra los trabajos de millones de personas por la escoria multimillonaria del planeta, el giro más singular del argumento de Edwards y Weitz es levantar la pregunta “¿y qué tal si la IA no es mala?”, pero hasta ahí la profundidad de su cuestionamiento y el alcance de su curiosidad. Los humanos, por supuesto, son los villanos de la película, y esa es la única característica que define a los antagonistas de cartón, que ayuda a que los robots aparenten ser more human than human sin hacer un esfuerzo por resaltar su humanidad más allá de sus expresiones más convencionales.
El año es el 2065 y “Joshua” (John David Washington), un exsoldado estadounidense, ha sido reclutado para retornar a New Asia, encontrar y destruir un nueva arma secreta del IA antes de que esta sea usada contra Estados Unidos. El arma resulta ser una niña con inteligencia artificial (Madeleine Yuna Voyles) -apodada “Alphie” por el militar- que “Joshua” acaba protegiendo y escoltando por el continente cuando descubre que la pequeña podría conducirlo de vuelta a “Maya” (Gemma Chan), la esposa que creyó muerta hace años, y quien aparentemente aún se mantiene liderando a los robots clandestinamente. Y sí, acepto que todo esto suena como un escenario idóneo para una emocionante aventura de ciencia ficción, pero la trama nunca logra despegar de la retahíla de clichés que componen su estructura para convertirse en algo memorable.
La relación entre “Joshua” y “Alphie” produce el binomio tipo Lone Wolf and Cub que se ha visto hasta la saciedad en el género -desde Terminator 2: Judgement Day hasta The Mandalorian y The Last of Us-, pero el problema no es el reúso, sino la pobreza de su desarrollo. Yuna Voyles podrá ser un encanto, pero “Alphie” no es más que un mero control remoto cuya única habilidad aparenta ser prender y apagar dispositivos. Sus poderes no son explorados, y lo mismo ocurre con su importancia para toda la comunidad de IA, una plagada de estereotipos asiáticos que toma prestado aleatoriamente de una amplia gama de creencias y tradiciones para fabricar una mono-cultura tan superficial y genérica que raya en lo ofensivo. Del otro lado, tenemos a Washington, quien aquí continúa poniendo en duda su capacidad protagónica como héroe de acción tras no dejar una buena impresión en Tenet. Cierto, “Joshua” no es más que un trillado arquetipo bidimensional que padece del síndrome “nolanesco” de la esposa muerta, pero histriónicamente el actor no convence y es incapaz de elevar el largometraje por encima de sus limitaciones dramáticas.
Las insuficiencias de los personajes se extienden al mundo que los rodea, visualmente increíble pero histórica y temáticamente hueco. El world building empieza y termina en los fabulosos diseños de las máquinas y los simulants, los robots con aspectos humanoides cuya apariencia física ha sido vendida por las personas al morir, otro interesantísimo aspecto que el libreto tan solo menciona sin indagar en él. Los ciudadanos asiáticos veneran a la IA como una deidad (su líder secreto, llamado “nirmata”, significa “creador” en hindi), pero no se explica cómo se formó esta nueva religión ni por qué. El filme constantemente introduce conceptos que suenan y lucen fascinantes pero no hace nada con ellos. Lo único que importa es llevar a “Alphie” del Punto A al Punto B. Lo demás solo está ahí como decoración, culminando en un final que no se gana las emociones que aspira a transmitir.
Sé que quizá sueno extremadamente negativo en torno a The Creator, pero es más bien la frustración hablando. La frustración de ver tanto potencial desperdiciado en un libreto tan simplón. Como dije al principio, quería amar esta película, y cuando empezó, creí que saldría flotando de la sala. No fue así, pero eso no significa que no quedé satisfecho. Simplemente quería más. Más detalles, más historia, más explicaciones de este fascinante mundo. En términos cinematográficos, Edwards continúa siendo uno de los cineastas más prometedores trabajando en esta escala de producción, y con suerte seguiremos viendo más de él en la cartelera comercial, preferiblemente detrás de más ideas “originales”, aunque tenga que escribirlo entre comillas.