El amor en tiempos de "Anora"
Mikey Madison conquista la pantalla grande con su reveladora actuación protagónica en este irreverente cuento de hadas del director Sean Baker.
El amor y el interés se fueron a Las Vegas un día, y más pudo el interés que… bueno, ustedes saben cómo ese refrán termina.
La verdad es que habría que reescribirlo un poco más, pues el amor no va para ningún lado en Anora, el nuevo filme del director Sean Baker, que se alzó con la Palma de Oro en la pasada edición del Festival de Cannes. A duras penas hace un sigiloso acto de presencia a lo largo de la película. La que sí se fue de juerga a la llamada “ciudad del pecado” fue su íntima amiga, la bellaquería (y no la que define la Real Academia, sino de la que canta Bad Bunny), representada por “Ivan”, el hijo de 21 años -con cerebro y madurez de 13- de un oligarca ruso, encarnado por Mark Eidelshtein como la versión de Timothée Chalamet que enviarían por correo de Temu o Shein. El patético muchacho vive por sí solo en una mansión de Nueva York gracias a la misma fortuna de su padre que le permite llevar el desmesurado estilo de vida que hace ver al Wolf of Wall Street como Scooby-Doo.
El “interés” en este caso se llama “Anora” -o “Ani”, como ella prefiere-, la trabajadora sexual que, contrario a su colega “Vivian” en Pretty Woman, no le importa el frívolo cuento de hadas, sino la exorbitante cantidad de dinero que su príncipe ruso gasta con la misma indiferencia que exhala dióxido de carbono de sus pulmones. Y si puede lograr que los gaste en ella, mejor aún. La joven de 23 años es interpretada por Mickey Madison (Once Upon a Time… in Hollywood), y si hay una razón para ver Anora -y créame que hay más de una-, sería su reveladora actuación estelar como otra de las feroces protagonistas que figuran en la filmografía de Baker. El director de The Florida Project siempre ha tenido un don para el casting, y la novel actriz maneja con maestría los intensos cambios tonales que han sido el modus operandi del cineasta.
Unidos prácticamente por el destino, “Ani” conoce a “Ivan” por ser la única stripper en su club que sabía hablar ruso. Su relación es puramente transaccional, y se mantiene así desde el primer lap dance hasta que el chamaco le paga $15,000 por la exclusividad de su tiempo (y su cuerpo) por una semana. Ni siquiera deja de serlo cuando, “tripiando” en ketamina, deciden casarse en Las Vegas, pues al estúpido "nini”multimillonario no se le ocurrió firmar un acuerdo prenupcial, decisión que trae cola cuando los soplapotes de sus padre se enteran y se forme un correcorre para anular el matrimonio, situación que impulsa la segunda mitad del largometraje y provoca sus mayores carcajadas.
A través de sus siete largometrajes y 20 años de carrera, Baker se ha convertido en el santo patrón de los marginados sin jamás haber incurrido en el miserabilismo del que pecan muchos de sus contemporáneos. Sus películas sí retratan las precarias situaciones económicas que atraviesan estas personas, mas no permite que estas sean lo que las defina. Su norte ha sido derrumbar los estigmas y pisotear los estereotipos, apuntando su cámara a estos rincones ignorados de la sociedad -donde cada individuo podría inspirar un sinnúmero de filmes-, para demostrar que también hay risas, amor y divertidas sandeces en estos lugares.
Al igual que “Sin-dee” en Tangerine y “Mikey” en Red Rocket, “Ani” es una trabajadora sexual, pero ¡ay! de quien se atreva a llamarla una puta. Su oficio no le avergüenza, y ya sea bailando en el tubo o acostándose con un cliente, lo realiza como toda una profesional, pero ¿quién no quisiera pegarse en la loto, dejar de trabajar e irse a hacer otra cosa? Anora, sin embargo, no es otra trillada historia sobre una prostituta con el corazón de oro. Baker es demasiado sabio para caer en eso. Su mayor influencia es el clásico Las noches de Cabiria, de Federico Fellini, acerca de las “mujeres de la noche” y sus vicisitudes, historia que el director estadounidense utiliza como punto de partida e inyecta con la frenética propulsión de algo como Uncut Gems para construir su entretenidísima narrativa.
Anora no pondrá a palpitar el corazón de ningún espectador, al menos no por efusivas muestras de amor -aunque los intensos intercambios verbales sí podrían elevar la presión-, mas esto no limita a Baker a la hora de poner a vibrar la pantalla con vistosos paisajes de Las Vegas o Coney Island, dignos de servir de trasfondo al más apasionado romance. Su libreto late al alocado ritmo de los clásicos screwball comedies, y si bien ya subrayé que que la película no es exactamente romántica, el director no resiste la tentación de darle un rayito de esperanza a su princesa, sugiriendo la posibilidad de una vida mejor más allá del contundente golpe emocional con el que concluye el filme. No sé si Baker crea en los finales felices, pero al menos parece creer en la importancia de soñar con ellos.
Anora estrena hoy en Estados Unidos y el 7 de noviembre en Fine Arts Café.
La quiero ver.