Machistas y exorcistas
"The Exorcist: Believer" asusta con lo mala que es, mientras que "Fair Play" mete miedo a través de un monstruo real: la misoginia.
No existe ninguna razón inteligente para hacer una secuela a The Exorcist en el 2023, mucho menos tres, y ni hablar de pagar $400 millones por los derechos para hacerlas. Esa fue la exorbitante cifra que pagó Universal Pictures por una marca que jamás ha sido sinónimo de “éxito”, salvo el irrepetible fenómeno de 1973. Absolutamente nada en los pasados 50 años ha sugerido que es una buena idea estar bajo la imponente sombra de esa obra maestra de William Friedkin, que jamás fue concebida como la primera entrega de una serie de horror (el director ni siquiera la consideraba parte de este género). Tanto sus dos secuelas como sus dos precuelas lo único que encontraron fue el fracaso, ya fuese crítico y/o taquillero, pero aquí viene David Gordon Green, claramente insatisfecho con haberse entrometido con el legado de John Carpenter con su reciente trilogía de Halloween, creyendo que él sí sabe cómo hacerlo correctamente. Pues hoy estrenó su filme, The Exorcist: Believer, y no, él tampoco sabe cómo hacerlo.
Esto pudo haber sido simplemente el enésimo mediocre/pésimo largometraje de terror derivado del Exorcista, pero en el afán del cineasta por “rebutear” famosas franquicias de terror a través de modernas secuelas que ignoran todas las que vinieron antes (en inglés les dicen legacy sequels), Gordon Green se encarga de que luzca mucho peor de lo que quizás es. No es lo mismo embarrarla con un filme “original” que con uno que aspira a continuar la historia de uno de los mayores clásicos del cine. La arrogancia y el atrevimiento hacen que este vacuo ejercicio no sea meramente malo, sino ofensivamente malo.
A partir de la errada idea de que “dos es mejor que una”, Gordon Green cree que con duplicar la cantidad de niñas poseídas por el diablo, automáticamente eso hace su propuesta novedosa e interesante. Ambas menores, “Angela” y “Katherine” -interpretadas por Lidya Jewett y Olivia O’Neill, respectivamente- no son amigas de la infancia (el libreto no establece claramente cómo se conocen) pero igual una tarde deciden irse juntas al bosque, donde desaparecen. Sus padres las buscan desesperadamente y estas reaparecen tres días después, sin noción alguna del paso del tiempo ni recuerdo de lo que les ocurrió, y al ser dadas de alta del hospital, empiezan a exhibir señales de que están poseídas por el demonio. Hasta ahí, todo bien. Aburrido, trillado, pero bien, siguiendo al dedillo la estructura de The Exorcist, con los padres llevando a las niñas a realizarse una batería de exámenes médicos que demuestran grotescamente que no se trata de un problema psicológico. El director incluso intenta emular el silencio ensordecedor que hace de la obra de Friedkin una aún más inquietante y estremecedora.
Donde todo empieza a desmoronarse es con la entrada de Ellen Burstyn, quien aquí vuelve a interpretar a “Chris MacNeil”, la madre de “Regan” en la cinta original. La veterana actriz rechazó por décadas volver a encarnar este papel y debió rechazar la oferta una vez más. Al menos acabó haciéndolo por una buena causa. Gordon Green la trae de vuelta como una inútil y forzada conexión a los hechos del pasado que no añaden nada a su largometraje ni extiende dignamente la vida de este personaje en pantalla. Lo que le hace a ella es bochornoso y no hay vuelta atrás después de eso. Su inclusión en el argumento es la que propicia la esperada sesión de exorcismo, y ni esta deja una impresión. Su ejecución no podría ser menos escalofriante. De hecho, raya en lo risible, como un terrible sketch de Saturday Night Live que partiera de la premisa "¿qué pasaría si mezclamos The Exorcist con The Avengers?”. Es patético.
Al final, lo único que asusta de The Exorcist: Believer es el espeluznante hecho de que podría haber dos secuelas más como ella. Y si me dejo llevar por el último tiro, lo que se avecina será aún peor.
En el polo opuesto, tenemos Fair Play, ópera prima de la cineasta Chloe Domont, que gira en torno a otro monstruo, uno muy real: los hombres, específicamente aquellos que no pueden lidiar con que sus parejas sean más exitosas que ellos.
Sostenida de dos estupendas actuaciones a cargo de Phoebe Dynevor (Bridgerton) y Alden Ehrenreich (Oppenheimer), la pareja interpreta a “Emily” y “Luke”, dos amantes recién comprometidos y listos para vivir el resto de sus vidas felizmente juntos. ¿El problema? Ambos trabajan para una firma de inversiones en Wall Street y su romance es un secreto, situación que se torna más complicada cuando él aparenta ser el candidato para una promoción que haría a “Luke” el superior de ella. Pero… ¡¡tan, tan TAAAAN!! Quien acaba obteniendo el puesto es “Emily”, y ahí es justo cuando empiezan a caer los dominós, aunque ella aún no lo pueda ver.
Lo que procede son dos estresantes horas en la que el machismo y la misoginia son la orden del día. El argumento se mantiene llevadero por un rato gracias al feroz trabajo de Dynevor y la divertidamente patética interpretación de Ehrenreich como un macho alfa acomplejado y castrado, pero la premisa pedía a gritos algo más que un romance tóxico: un crimen, un thriller erótico, una relación extramarital, algún giro que elevase el drama en el tercer acto, cuando la trama empieza a patinar hasta terminar con un desaire en lugar del bombazo al que parecía encaminada.
Sin embargo, independientemente de las carencias del guión, el filme no deja de ser un tremendo escaparate para las destrezas Domont, cuyo debut directorial sobresale como uno de los más memorables del año. La cineasta exhibe un pleno dominio sobre las fortalezas de sus actores, las cuales expone en pantalla de forma muy elegante en planos mayormente cerrados que al principio resultan íntimos y tiernos -mientras todo está color de rosa- pero a medida que avanza la película, se tornan claustrofóbicos y asfixiantes.
Fair Play estrena mañana, viernes 6 de octubre, en Netflix, y es el tipo de largometraje que sirve para ver en pareja e identificar si está actualmente con la persona correcta… o no.