"La pecera" refleja el cáncer del coloniaje
La actriz Isel Rodríguez se entrega de manera imperturbable al papel de "Noelia", una paciente de cáncer terminal, en el debut directorial de Glorimar Marrero Sánchez.
"Noelia” se está muriendo. Aún no se lo ha dicho ningún médico, pero no necesita escucharlo. Sabe que el cáncer que logró vencer una vez está de vuelta y se la está comiendo por dentro. El inimaginable miedo que la sacude ante esta terrible noción es estremecedoramente evidente en el rostro acongojado de Isel Rodríguez -la actriz que la interpreta- pero no en su actuación, que no pudiera ser más comprometida y valerosa como la protagonista de La pecera, la mejor ópera prima que se haya visto en el cine puertorriqueño desde El silencio del viento (2017).
Una vez le confirman sus temores, “Noelia” toma las riendas de lo único que puede controlar: cómo y dónde despedirse de este plano existencial. Su pareja, “Jorge” (Maximiliano Rivas), insiste en llevarla “afuera”, a buscar tratamientos nuevos o experimentales en Estados Unidos o Europa para combatir la enfermedad, pero ella no quiere saber nada de eso. Las intenciones de él son nobles, pero un tanto opresivas en la forma que las expresa, quizá por la angustiosa idea de imaginar un mundo sin ella. La película no arroja luz sobre el pasado de la relación, por lo que recae en el espectador inferir para llenar los blancos. No hay que indagar mucho para percibir que “Noelia” ha tenido suficiente de la compañía de “Jorge”, así que opta por montarse en el ferry y regresar a su pueblo natal de Vieques, donde la metástasis se torna tan aguda como las metáforas.
Es imposible no ver a “Noelia” como un reflejo de Puerto Rico, y no solo porque la primera vez que aparece en pantalla la vemos flotando en la superficie del mar -serenamente retratada por el cinematógrafo PJ López- desde un ángulo que hace ver los picos y valles de su semblante y su cuerpo como la topografía de una isla. El libreto de la directora y guionista Glorimar Marrero Sánchez no difumina sus paralelismos alegóricos. Al contrario, los coloca en primer plano para que no quepa duda de hacia dónde van dirigidos los cañones, a quien por décadas los tuvo apuntados hacia la Isla Nena, contaminando sus aguas y sus tierras y su población.
Lo anterior quizá hace ver al largometraje como un drama pesado (que lo es) y desprovisto de esperanza, mas esta se manifiesta en pequeñas pero significativas escenas: en apartes con “Noelia”, quien toma su padecimiento y lo transforma en expresiones artísticas, mientras absorbe todo lo que puede de la vida a través de encuentros con la naturaleza; en el personaje de su mamá, amorosamente interpretada por Magali Carrasquillo, quien le sirve de bálsamo en todas las formas hermosas que una madre es capaz de serlo; y en la confortable compañía de “Juni” (Modesto Lacén), el panita de toda la vida que, quizá en algún momento, fue o pudo haber sido más que un amigo. Son estos respiros los que nos permiten acompañar a “Noelia” en su última morada y de la mano de Rodríguez, en una actuación que rompe tantos corazones como los que fortifica con su inquebrantable espíritu.
Marrero Sánchez captura este duro proceso de duelo con sumo tacto y sin rayar en el melodrama, acercándonos a “Noelia” en sus momentos más íntimos y vulnerables, pero al mismo tiempo, manteniendo al espectador en todo momento a distancia de ella y de sus pensamientos, tal y como si la directora misma estuviese respetando el silencio del personaje. Esto hace al papel un tanto impenetrable, pues conocemos muy poco de ella a lo largo del filme, pero su última decisión sirve de ventana a la mujer que fue y que será hasta el final. El calvario de “Noelia” no es singular, sino colectivo. Lo viven a diario los habitantes de Vieques y se manifiesta no solo en el cáncer provocado por las bombas sin detonar y el desperdicio tóxico que el ejército estadounidense dejó ahí, envenenando a los viequenses, sino en el pobre servicio de lanchas, en la falta de un hospital y en las ventas de sus propiedades a los buitres extranjeros cobijados por el gobierno estatal. La pecera es reflejo de cómo el colonialismo nos mata poquito a poco, todos los días y de diferentes maneras, visibles e invisibles, literal y figurativamente.