"El silencio del viento", elocuente retrato de una isla a la deriva
La ópera prima del cineasta puertorriqueño Álvaro Aponte Centeno estrena hoy en el país tras recibir dos reconocimientos en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
Como todo lo demás en el país, el cine puertorriqueño atraviesa momentos difíciles, pero también está produciendo sus mejores películas. La paradoja no resulta nada extraña. El expresionismo alemán se vio influenciado por los horrores vividos en las trincheras de la Primera Guerra Mundial; el neorrealismo italiano nació de la posguerra a mediados del siglo 20, poblando la pantalla de personas sin experiencia histriónica en pos de la verdad; y una de las mejores cepas de cineastas estadounidenses surgió durante el conflicto en Vietnam. En tiempos difíciles, el cine reacciona. El silencio del viento -el primer largometraje de Álvaro Aponte Centeno- es el más reciente ejemplo nacional de la capacidad del medio para reflejar su entorno.
Lo que se observa cada vez más en muchas de las películas del patio, también responde al resultado de un conflicto bélico, uno vivido hace 120 años, pero cuyos efectos actuales son básicamente iguales a si se hubiese combatido hace una década: debacle económica, éxodo masivo y la imposición de un gobierno ocupacional no electo. Aunque el filme de Aponte Centeno no aborda directamente nuestra sombría situación contemporánea, la misma está implícita en cada encuadre, en los rostros de quienes lo habitan, en lo que estos escuchan en la radio y ven en la televisión. Se mantiene latente en los márgenes de la historia, que se enfoca en la inmigración ilegal y aquellos que se lucran de esta por necesidad para subsistir.
Uno de ellos lo es el protagonista, “Rafito” (Israel Lugo), un hombre de pocas palabras y semblante duro, quien junto a su hermana (Kairiana Nuñez), madre (Elia Enid Cadilla) e hija (Amanda Lugo) se dedican a traer indocumentados en yola de República Dominicana a Puerto Rico -dominicanos, haitianos y hasta chinos- y ofrecerles albergue durante unos días en lo que contactan algún familiar o conocido que les provea techo. En términos de historia, el libreto de Aponte Centeno no abarca mucho más que eso, en capturar el día a día de esta familia, arrancando con un trágico suceso que trastoca el funcionamiento de este negocio ilegal, así como las vidas de “Rafito” y sus seres queridos. El diálogo es mínimo, pero el poder de las imágenes es profuso.
Tal y como demostró en su estupendo cortometraje Mi santa mirada, Aponte Centeno exhibe una clara afinidad por las respectivas filmografías de Alejandro González Iñárritu y Carlos Reygadas, particularmente en el uso de los planos secuencias -uno de estos realizado magistralmente mediante el uso de un dron- ya sea para extender y aumentar los momentos de tensión, o para puntualizar las emociones sin cortes que pudiesen coartar su impacto en el público. El cineasta hilvana la contemplativa narrativa alrededor de espléndidas imágenes que hablan por sí solas, incluso más de lo que pudiese expresar a través de parlamentos, dirigidas a subrayar el humanismo y la persecución de la autenticidad social para colocar al espectador en el entorno de sus personajes.
La excelente cinematografía de PJ López engalana la pantalla con preciosos paisajes puertorriqueños -muchos de ellos captados de noche o en penumbra, haciendo gran uso de la luz natural- yuxtapuestos con estampas de la pobreza, de esa que no se habla, pero nos rodea, y va en vías de tornarse aun más extensa y profunda. El diseño de sonido -a cargo de la incomparable Maite Rivera- es igualmente fabuloso, permitiendo que la naturaleza invada el encuadre y arrope a la audiencia en el realismo que representa el norte de esta propuesta cinematográfica. El trabajo de Rivera va acompañado de los lúgubres arreglos de cuerdas compuestos por el propio director y su padre, Rafael Aponte, acentuado el duelo de “Rafito”, cuya rabia y tristeza se tornan más agudas dentro del silencio que lo caracteriza, mientras lo observamos flotando a la deriva, su cuerpo retratado tal si fuese una isla, derrotada y afligida.
El silencio del viento se exhibe en las salas de Plaza las Américas y Montehiedra.