“West Side Story”: nuevos rostros, misma historia, para bien y para mal
Steven Spielberg y Tony Kushner liman muchas de las asperezas del clásico musical y producen uno mejor, pero sigue siendo difícil de querer.
En la inmensa historia del cine, posiblemente no exista película más espinosa para un puertorriqueño que West Side Story. No para todos, por supuesto. Hay quienes podrán ver más allá de los prejuicios, los estereotipos y el racismo del filme de 1961 dirigido por Robert Wise, y simplemente disfrutarlo por lo que es: la enésima adaptación de Romeo y Julieta, en un barrio de Nueva York. Sin embargo, para quienes no son capaces de ignorar sus múltiples ofensas, si antes solo tenían que lidiar con un filme, de ahora en adelante tendrán que lidiar con dos. La buena noticia es que la versión que estrena hoy en los cines es considerablemente mejor que la que cargó con diez premios Oscar seis décadas atrás, con todas las virtudes cinematográficas que se pueden esperar de un cineasta del calibre de Steven Spielberg y la pluma del guionista Tony Kushner. Pero las preguntas son válidas: ¿Por qué West Side Story otra vez? ¿Por qué esta es la única historia con puertorriqueños que a Hollywood le interesa contar? ¿Por qué, de todos los musicales que existen, Spielberg escogió este para hacer su debut en el género del baile y el canto?
Según ha expresado en entrevistas, el célebre director de 74 años le tiene mucho afecto a la obra de Stephen Sondheim, Leonard Bernstein y Jerome Robbins desde su infancia, cuando su papá compró el disco de la producción original de Broadway, y no dejó de tocarlo hasta que se aprendió todas las canciones de memoria. Arnold Spielberg falleció en agosto del 2020 a los 103 años sin poder ver el largometraje que su hijo le dedicó, y si bien es cierto que éste nunca sabrá cómo se siente un boricua viendo West Side Story, no se le puede refutar su razón para querer hacerlo. La verdad es que, si alguien tenía que resucitar a este muerto, lo más probable es que salimos mejor con él. En manos menos concienzudas, pudimos haber acabado con otro remake en lugar de una nueva adaptación, que parecerán ser lo mismo, pero no lo son.
El propio director de Indiana Jones and the Temple of Doom -donde único se la ha visto antes desempeñarse en el género musical-, ha sido enfático en subrayar que su película no es un remake per se, y podríamos debatir en torno la terminología, pero basta con verlo para entender su insistencia. Más allá de reinventar los números musicales y enmendar algunas letras, tanto él como Kushner han hecho un loable esfuerzo por atemperar el libreto original a los tiempos modernos y desarrollarlo dentro las circunstancias reales de Nueva York en los años 50, que no eran muy distintas a las del resto de la nación, inherentemente discriminatoria desde su mismísima fundación. En la Verona de “el Bardo” británico, la riña era entre los propios italianos, pero la batalla territorial entre los Jets (los blancos) y los Sharks (los puertorriqueños) siempre ha sido una motivada exclusivamente por el racismo expresado por los integrantes de la primera ganga contra los de la segunda, algo que en esta ocasión la película hace hincapié, y no lo esconde detrás de una flamante estética Technicolor.
Desde el tiro de apertura, Spielberg y Kushner recontextualizan la historia. En ella, el director emula los asombrosos tiros aéreos que realizó Wise en 61 sobrevolando La Gran Manzana, pero los realiza sobre los escombros de los edificios que la ciudad está demoliendo para construir el Lincoln Center, uno de sus principales centros culturales. La ironía no pasa inadvertida. El desplazamiento de miles de residentes de la clase trabajadora para erigir apartamentos y estructuras que no podrán costear, justifica parte de las frustraciones de ambos bandos y las hace tristemente relevantes en estos tiempos en los que impera la gentrificación y la brecha entre los que tienen mucho y los que tienen poco es más amplia que nunca. Lo mismo ocurre con el número I Feel Pretty, cantado originalmente en una tienda de costura entre las boricuas, ahora estas lo entonan mientras trabajan limpiando una tienda por departamentos, rodeadas de maniquís blancos ataviados por ropa y prendas que jamás podrán comprar con su mísero sueldo.
Entre las principales mejoras que realiza Kushner, despunta la naturalidad con la que los personajes alternan entre el inglés y el español. Los acentos no serán exactos -particularmente uno cubano que, “óyeme chiquitico”, no hay quien coño lo confunda con el puertorriqueño-, pero el vaivén entre ambos idiomas se escucha sumamente auténtico. A esto se le suma la deliberada decisión de Spielberg de no subtitular la considerable cantidad de diálogo en español, según él, “por respeto al idioma”, para no darle poder al inglés sobre el español. El resultado son escenas entre los boricuas que por primera vez les dan una genuina voz a estos personajes que, finalmente, son interpretados por latinos en el cine, y no actores blancos pintados de marrón.
Del talentoso elenco, sobresalen Ariana DeBose, como “Anita”, y David Álvarez, como “Bernardo” (el susodicho cubano), algo que no debería sorprender a nadie, al ser los mejores papeles del musical. Ambos cantan y bailan con suculenta gracia, y junto al igualmente diestro Mike Faist, como “Riff” -el líder de los Sharks-, son las estrellas indiscutibles de la producción. En cuanto a los protagónicos “María” y “Tony”, pues… digamos que Rachel Zegler y Ansel Elgort hacen lo que pueden con dos roles que siempre han sido extremadamente desabridos. Zegler merece mayor reconocimiento que su contraparte -quien no deja impresión alguna-, primero, por su encantadora voz, y segundo, por su emotiva actuación, incluso cuando la cinta pone a “María” a repetir los mismos pecados del pasado. Spoilers para Shakespeare, supongo, pero nunca ha tenido sentido que la joven perdone tan inmediatamente al asesino de su hermano -a quien conoció apenas 24 horas antes-, al extremo de acostarse con él la mismísima noche del crimen. Sonará muy bonito cantar a dueto “When love comes so strong / There is no right or wrong”, pero sí hay un “right” and “wrong”. Por más fieles que quieran ser a Romeo y Julieta -en donde matan a un primo de ella, no a su hermano-, dramáticamente sigue siendo una decisión que raya en la ofensa, especialmente cuando se le añade el contexto sociopolítico, y la falta resulta más obvia en esta versión precisamente por cómo recontextualizaron todo lo que la precede. Esta “María” no hubiera perdonado a este “Tony”.
Decepcionante tercer acto aparte, lo que se proyecta en pantalla de camino a él está entre lo mejor que ha filmado Spielberg en la pasada década, indicando que quizá debió haber dirigido uno o varios musicales hace años. Su cámara encuentra espectaculares maneras de resaltar los sentimientos de los personajes a través de las imágenes y los movimientos, armado de la nítida edición de Michael Kahn y la impecable cinematografía de Janusz Kaminski, dos de sus más fieles colaboradores. La producción en general es un rotundo triunfo, y aun así, al final deja un sinsabor que es difícil de ignorar. Y regresan los porqués: ¿Por qué este musical otra vez? ¿Por qué ahora? ¿Por qué se siente tan artificial en lo que respecta a nosotros? La respuesta a esta última es, simplemente, porque lo es. Porque no hay caras de esta Isla entre los papeles principales, fuera de Rita Moreno, quien regresa en un rol que le rinde tributo pero que, a su vez, también sirve de escudo. Pa’ que no digan. “Ahí tienen una boricua”, la misma de hace 60 años. La música no suena a la de aquí. Se escucha el mambo, mas no la salsa o la plena. ¿No pudieron componer un número nuevo? La versión revolucionaria de La Borinqueña, no cuenta, y su inclusión levanta su propia serie de cuestionamientos.
En esta versión, ya nadie desea que Puerto Rico se hunda mientras cantan “America”, pero otras líneas de Sondheim se tornan más relevantes, como por ejemplo “I think I go back to San Juan / I know a boat you can get on / And everyone there will give big cheer / Everyone there would have moved here”. “Todos allá se habrán mudado acá” pega más duro en nuestro presente, cuando enfrentamos otro éxodo poblacional masivo, y funcionarios públicos sueñan con un Borinquen idílico, sin puertorriqueños. Y estas son las cosas que le cruzan a uno por la mente mientras intenta disfrutar de un largometraje de altura como lo es esta versión de West Side Story, un musical que podrá ser muy fácil de admirar, pero imposible de querer dentro de nuestras circunstancias coloniales. "It's complicated", diría un estatus de relación.