"Shin Kamen Rider" y "Joy Ride": dos estrenos con sabor asiático
Esta semana se suman a la cartelera un "blast from the past" de la televisión japonesa y un "road trip" por China repleto de chistes coloraos.
Llegué a Kamen Rider como he llegado a muchas cosas en los últimos años: a través del ocio pandémico, durante aquellos meses eternos del 2020 en los que andábamos buscando con qué entretenernos, cuando parecía que ya habíamos visto todo lo que había para ver en streaming. No recuerdo exactamente cómo di con él, pero sí lo familiar que me resultó la apariencia de este ser humanoide con pinta de insecto montado en una motora. Era algo que reconocía de la cultura popular y que aparentemente había absorbido por osmosis. Me bastó con ver un episodio de una de sus múltiples series para identificar lo que me atrajo inicialmente a ella y por qué me daba una sensación de que llevaba toda una vida viéndolo.
Kamen Rider pertenece al género de entretenimiento japonés conocido como tokusatsu, entiéndase por este término cualquier producción en live action que hace uso prominente de efectos especiales prácticos. Usted pensará que esta descripción es tan amplia que podría recoger a un sinnúmero de producciones de todas partes del mundo, pero su estilo es único y fácil de reconocer una vez se sabe de lo que se está hablando. Tienen un encanto particular e inconfundible, que consiste -en esencia- en disfrazar a actores como monstruos y verlos destruir una ciudad y/o pelear entre ellos como luchadores de lucha libre. Si ha visto cualquier película japonesa de Godzilla o algún episodio de Ultraman o Power Rangers, sabrá exactamente de lo que estoy hablando, y si le gusta lo que vio, podrá disfrutarse todas y cada una de las épicas patadas voladoras que figuran en Shin Kamen Rider.
El filme que estrena hoy en Puerto Rico marca la conclusión de la trilogía que comenzó en el 2016 con Shin Godzilla y continuó en el 2022 con Shin Ultraman, a través de la cual el cineasta Hideaki Anno ha revivido tres íconos de la cultura popular nipona en la pantalla grande. Tres íconos de su infancia, cabe señalar, pues Kamen Rider parece ocupar un lugar especial en su corazón, al punto de que existen fotos del director cuando joven haciendo cosplay del personaje.
Ese cariño es palpable en cada minuto de este largometraje en el que Anno reimagina el origen del motociclista enmascarado rehaciendo la trama de los primeros ocho episodios de la serie original de 1971 filtrados a través de su singular estilo y afinidades temáticas. Por los pasados 52 años, ha habido una treintena de adaptaciones televisivas, todas con sus respectivas variaciones de la fórmula, pero la idea central se ha mantenido, por lo general, la misma: existe una vil entidad global y el Kamen Rider es el superhéroe que lucha contra ella. En la versión de Anno, el protagonista es el mismo del show con el que se crió: un motociclista, de nombre “Takeshi Hongo” (Sosuke Ikematsu), que es secuestrado por la siniestra organización S.H.O.C.K.E.R. cuyos malvados planes incluyen tomar personas y transformarlas en híbridos animales llamados Augs (por “augmented”) con habilidades sobrehumanas. Estos experimentos fueron creados por el doctor “Midorikawa” (interpretado por el cineasta Shinya Tsukamoto, para el deleite de los fans del cine underground japonés), quien traiciona a S.H.O.C.K.E.R. al salvar a “Hongo” antes de que su memoria pudiera ser borrada. El científico le revela los planes de dominio mundial que le encomienda impedir justo antes morir frente a él y dejarlo con ese cargo de conciencia.
Tras el violento prólogo -Anno tiñe de rojo la pantalla con la fuerza bruta que la televisión nunca pudo mostrar tan sangrientamente-, la trama se torna episódica, con Kamen Rider luchando contra los otros Augs para detener la esclavitud mental de la humanidad (los fans de la obra maestra del director, Neon Genesis Evangelion, notarán las similitudes entre el plan maestro de S.H.O.C.K.E.R. y el Human Instrumentality Project). Esto produce unos encontronazos memorables y otros… no tan memorables, pero lo que se mantiene propulsando el filme es la caótica energía manifestada en estas secuencias de acción y la agilidad de Anno detrás de la cámara, con la que captura la estética low budget del show original sin que se sienta barata en el presente. Es un balance difícil de mantener, pero el director lo logra a través de un astuto uso de efectos especiales que anteponen lo práctico sobre lo digital, consiguiendo un look retro que presiona correctamente todos los botones indicados de la nostalgia.
¿Se puede sentir nostalgia por algo que no formó parte de tu pasado? Fue algo que me pregunté pensando en Shin Kamen Rider, y lo que esta película debe significar para todas las personas que crecieron viendo a este personaje semanalmente en sus televisores. Kamen Rider no formó parte de mi infancia ni adolescencia, pero el sigiloso truco detrás de la propuesta de Anno es la habilidad que posee para transmitir el afecto de toda una generación por esta serie a una totalmente nueva, rindiendo tributo al pasado exaltando lo que la hizo exitosa originalmente. No existe un intento por modernizar el concepto ni hacerlo más cool para los espectadores que no crecieron con él. Simplemente nos sumerge en este universo y todas sus absurdas idiosincracias, señalando a la pantalla con orgullo como diciendo “esto es lo que nos gustaba y estas viendo por qué nos gustaba”. You'll either get it, or you won't, y esa falta de complacencia, de tener que producir algo que apele a todos los demográficos de la masa global, es parte de lo que hace la experiencia de verla una tan auténtica y singular. El cine sería un mejor lugar si pudiéramos estar más expuestos a la cultura popular de otros lugares del mundo que no fuesen Hollywood.
Precisamente ese cambio de perspectiva, de exponernos a lo mismo pero a través de otras miradas, es lo que eleva a Joy Ride, de otra comedia picante del montón, a una con algo que decir acerca de la experiencia de inmigrantes que no se sienten parte de su tierra natal, pero tampoco de la adoptiva. En papel, la ópera prima de la directora Adele Lim -coescrita por ella- no es otra cosa que un road trip movie convencional con humor chabacano, que gira en torno a cuatro amigas de origen asiático que viajan a China por diferentes motivos. Lo que la hace sobresalir es cómo se arma de los clichés del género, primero, para hacer reír, y segundo, como contrapunto a lo que muy bien pudo ser (y, en efecto, ha sido) el argumento de múltiples filmes dramáticos.
Ashley Park y Sherry Cola interpretan respectivamente a “Audrey” y “Lolo”. La primera fue adoptada en China por padres estadounidenses y la segunda nació en Estados Unidos de padres chinos. Ambas se conocieron de niñas y han sido mejores amigas desde entonces. Hoy, “Ashley” es una exitosa abogada y “Lolo” es la amiga artística que vive sin pagar renta en su garaje. Cuando la firma de “Ashley” le encarga viajar a China para cerrar un negocio con un importante cliente, “Lolo” le sugiere que busquen a su madre biológica, algo que no estaba en los planes iniciales del viaje, pero que se convierte en una parte esencial de este por maquinaciones de la trama. Una vez en Pekín, se reúnen con dos amigas más: “Deadeye” (Sabrina Wu) y “Kat” (Stephanie Hsu), y entre todas emprenden un viaje de autodescubrimiento.
El humor del libreto no siempre da en el clavo. La edición es un tanto torpe, matando los punchlines o estirando lo que inicialmente resultó gracioso más de la cuenta. Sin embargo, cuando sí da en el clavo, lo hace contundentemente. Esta es la clase de comedia que se tira de pecho con sus chistes sin importar a quien ofenda (como debe ser), y entre las secuencias más memorables figuran una en la que las cuatro chicas satisfacen sus deseos sexuales en la misma noche con un equipo de baloncesto, y otra en la que se ven obligadas a hacerse pasar por un grupo de K-Pop para poder continuar su viaje. De la producción, sobresale el trabajo en conjunto de elenco, con cada una de las integrantes ayudándose entre sí para sostenerse, elevando el humor y mitigando sus limitaciones cuando es necesario.
Pero luego de todas las risas -que son bastante consistentes- lo que verdaderamente me impresionó de Joy Ride es cómo maneja su conflicto central y lo lleva hasta una conclusión inesperada y hasta profunda, en la que las cuatro mujeres llegan a un nuevo entendimiento acerca de quiénes son, de dónde vienen y hacia dónde se quieren dirigir. Lo hace sin abandonar el humor, con genuinos sentimientos y ofreciendo una perspectiva singularmente asiática que rara vez se observa en la cartelera comercial.