Érase una vez en el Caribe: de Oller a Kurosawa, como el filo del machete
El pasado puertorriqueño es filtrado a través de la estética del western y el cine samurái en la singular épica caribeña del director Ray Figueroa.
Y furioso, el jibarito va, pensando así, mirando así, matando así por el camino…
El western y el chambara, dos géneros con una rica tradición fílmica a lo largo de toda la existencia del medio, han estado casados en la pantalla grande desde que el director estadounidense John Ford inspiró al japonés Akira Kurosawa, este a su vez capturó la atención del italiano Sergio Leone, y entre todos desataron una reacción en cadena que influyó a una legión de cineastas. De Sholay (1975) en India, a Bacurau (2019) en Brasil -entre muchísimos otros ejemplos-, las legendarias aventuras de estos históricos personajes han sido asimiladas por el cine de múltiples países por los que jamás caminaron los samurái ni se enfrentaron los pistoleros del lejano oeste, absorbiendo los rasgos de ambos y haciéndolos suyos, adaptándolos a su identidad nacional. Es a este fabuloso legado de largometrajes de alrededor del mundo al que esta semana se le suma el título de Érase una vez en el Caribe, una épica escrita y dirigida por el boricua Ray Figueroa, que por sí sola expande los horizontes del cine puertorriqueño, demostrando todo de lo que es capaz, a la vez que incita a salirse de los límites habituales y perseguir otros senderos inexplorados por el séptimo arte nacional.
En el papel, el libreto de Figueroa no podría ser más reverente a las respectivas idiosincrasias de ambos géneros. Basta con haber visto dos o tres de estas películas para reconocer el camino que recorrerá la trama, que no es otra cosa que una básica historia de venganza, desarrollada en los campos de Puerto Rico durante la década de 1930. Su protagonista es un jíbaro de nombre “Juan Encarnación”, interpretado estoicamente por el dominicano Héctor Aníbal, en quien convergen el look del “Katsushiro” de Toshiro Mifune, la callada e imponente presencia de Klaus Kinski en The Great Silence, y la mancha de plátano de Luis Lloréns Torres. Tras dejar atrás su sangrienta lucha contra los capataces de las plantas azucareras que abusaban de los trabajadores, este ronin criollo se ve obligado a retomar el machete cuando su pareja, “Pura” (Essined Aponte), es raptada por un grupo de malhechores bajo órdenes del nuevo míster de la hacienda (Robert García Cooper), quien la quiere para él. Y así como “Ogami Itto” tomó a su hijo, “Daigoro”, en sus brazos en el célebre manga de Kazuo Koike Lone Wolf and Cub, “Encarnación” también carga con su hija, “Patria” (Linda y Sophia Aguayo), en su respectivo camino infernal para rescatar a su madre.
Hasta ahí, nada novedoso con Érase una vez en el Caribe, pero la sencillez del guión es una de sus principales virtudes, pues le funciona como esponja al filme para absorber la bonanza de matices regionales que lo llevan a trascender los aspectos más comunes de su argumento. El tener una idea bastante clara de la estructura de este clásico cuento -que predomina, pero no es exclusivo de los westerns ni el cine de samuráis-, facilita la apreciación de todo lo que distingue el enésimo recuento del mismo: en el reemplazo de las katanas por los machetes, varios de estos con sus propios nombres, lo cual abre las puertas de la imaginación a sus fabulosos pasados; la forma tan melódica en que la estupenda banda sonora de Omar Silva evoca los tambores nipones con los que inicia Seven Samurai y los pone a armonizar con instrumentos caribeños; la sublime nana compuesta por la artista local Mima, que sirve de leitmotif a la odisea de “Juan”, “Pura” y “Patria”; la preciosa e impactante recreación de “El Velorio” de Francisco Oller, y cómo esta obra cobra vida ante nuestros ojos; los hermosos paisajes isleños -espléndidamente retratados por el cinematógrafo Willie Berrios- en los que los cañaverales y el platanal sustituyen a los bosques de bambúes y los vastos desiertos; entre otros aciertos, que van desde los vistosos vestuarios hasta el impecable diseño de producción.
Poder vernos y escucharnos en pantalla es una experiencia muy poderosa, especialmente cuando nuestro pasado no es muy distinto a nuestro presente. Habrán transcurrido cien años entre los eventos de la película y el día de hoy, pero como país no hemos avanzado mucho políticamente. El libreto de Figueroa mete el dedo en la llaga colonial y hurga en ella, en nuestro traspaso de un imperio a otro, en los atropellos e injusticias cometidas por ambos, y cómo estas continúan siendo perpetradas por los de “allá” y -peor aún- por quienes “acá” los ayudan. Todo esto yace mayormente en el subtexto, pero está ahí, presente para todo aquel que desee indagar más allá de los combates a machetazos, expertamente dirigidos por el cineasta boricua a través de una variedad de técnicas y escenarios, que incluyen la implementación del cocobalé en las coreografías de las peleas. De un fantástico tracking shot que acompaña a “Patria” mientras su padre despacha a una ristra de asesinos a sueldo fuera de cámara, al emblemático duelo bajo la lluvia -que no podía faltar-, Figueroa se encarga de que la acción vaya a la par el resto de las fortalezas de la producción. Estas incluyen las excelente actuaciones secundarias a cargo de Modesto Lacén, Kisha Tikina Burgos, Dolores Pedro, Yusseff Soto, Eddie Díaz Rivera, Israel Lugo y -particularmente- Nestor Rodulfo, como el escuálido “Correa”, quien deja una memorable impresión como el principal antagonista de “Encarnación”.
Tanta es la ambición contenida en las poco más de dos horas de duración, que la cinta no termina cuando uno cree que ya acabó. Sus créditos finales extienden su historia pasado el desenlace a través de ilustraciones que parecen sacadas de un cómic, o mejor -y más inspirador-, un libro de escuela elemental. Estas sugieren la posibilidad de otros cuentos por contar, de secuelas que quizá algún día -con suerte- veremos proyectadas, pero estas hacen algo aún más maravilloso: construyen una mitología alrededor de figuras locales que jamás vivieron pero que ahora existen en el imaginario colectivo nacional, invitando a hacer más cine con ellas. A que ficticios héroes similares de Cuba, México, República Dominicana y otros países del Caribe se crucen con los de aquí, y quizá entre todos ellos reescriban en pantalla el pasado de nuestra región y con sus filmes contribuyan a ver la posibilidad de algo mejor. Yo jamás creí que algún día tendría el placer de ver una versión boricua de mis dos géneros favoritos, y me atrevo a apostar que por un tiempo Ray Figueroa tampoco creyó que le sería posible realizar algo que claramente le apasiona. Sin embargo, tal y como él se inspiró en sus predecesores, ilusiona mucho pensar cuántas películas ahora se harán en este país porque futuros o actuales cineastas locales vieron Érase una vez en el Caribe y se aventuraron a hacerlas.
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Fantastica reseña, ansiosa por verla
Gracias Mario por tan acertada, precisa y documentada reseña. Nuestro Cine crece en cantidad y sobretodo Calidad.