Dulces sueños, David Lynch (1946-2025)
El maestro del surrealismo falleció ayer a los 78 años, dejando atrás un legado artístico multidisciplinario y sin igual.
Justo me encontraba sentado en la oscuridad del cine (irónicamente poético, ahora que lo pienso), cuando mi celular empezó a vibrar con más notificaciones de lo usual. La noticia era la misma:
“David Lynch, visionary director, dead at 78”.
Lo único que variaba eran los adjetivos: “legendary”, “acclaimed”, “surreal”, “beloved”, “revolutionary”, “enigmatic”, supongo que porque había que escoger solo uno, aunque los merecía todos, estos y más. Los mensajes llegaban con aires de pésame, tanto de amigos como de desconocidos, como si se tratase de la muerte de un familiar, o quizás un ser querido, algo que para mí lo fue, incluso cuando el célebre cineasta -de voz aguda, distintivo acento midwestern, y particular manera de hablar- jamás supo de mi existencia. No soy de salirme de las películas, pero estoy seguro que el director Leigh Whannell comprendería por qué abandoné la sala a diez minutos de haber comenzado la proyección de Wolf Man. Hubiese preferido redactar esa reseña que tener que escribir este tributo póstumo.
A pesar que el pasado cuarto de siglo no fue el periodo más prolífico de su ilustre carrera -habiendo realizado apenas dos largometrajes y una serie de televisión entre el 2001 y el 2017-, y por ende, no haber contado con muchas oportunidades de expresar mi ferviente admiración por él, al parecer sí la he manifestado públicamente (al menos lo suficiente como para que tanta gente la conozca), y cómo no hacerlo. Pocos cineastas han dejado una huella más indeleble en mí. Sus películas fueron fundamentales en mi desarrollo como cinéfilo, llegando durante un tiempo crucial en mi vida, cuando me encontraba estudiando ingeniería, antes de intercambiar los números y las fórmulas por la semántica y la sintaxis.
Nacido en Missoula, Montana, David Keith Lynch pasó de ser una abstracción a una realidad el 20 de enero de 1946, hijo de una tutora y un científico. Desde niño detestó la escuela, pues consideraba que el rígido sistema educativo cuartaba su creatividad, una que logró comenzar a expresar libremente en su temprana adultez, primero como estudiante del Pennsylvania Academy of the Fine Arts, y luego como un alumno becado del prestigioso American Film Institute. Su incursión en el mundo de las artes se dio a través de las artes plásticas -principalmente la pintura-, y el deseo de ver sus piezas en movimiento lo llevó a experimentar con la animación, medio que lo encaminó naturalmente hacia el cine.
Conocido mayormente como un surrealista, a través de las décadas del 70, 80 y 90 este experto forjador de sueños y pesadillas se consagró como uno de los artistas más singulares que jamás se haya visto, no solo en el séptimo arte, sino también en la música y la televisión, donde produjo lo que muchos -entre ellos, este servidor- consideran su magnum opus: el drama Twin Peaks. Estrenada en la cadena ABC en 1990, la serie tan solo duró dos temporadas antes de ser abruptamente cancelada, dejando en el aire múltiples misterios sin resolver, nada inusual para Lynch, para quien las preguntas siempre fueron más interesantes que las respuestas. Sin embargo, la influencia del show -tanto en la tv como en la cultura popular- fue monumental e inmediata, definiendo desde entonces lo que hoy conocemos como “lynchiano” y haciendo de David uno de los contados directores cuyo nombre es prácticamente un adjetivo descriptivo, uno que ha sido prostituído tras tanto sobreuso como sinónimo de “raro” que casi lo ha hecho perder su verdadero significado, por tratarse de algo tan específico y, a la misma vez, tan inidentificable.
En su autobiografía, Room to Dream, coescrita junto a Kristine McKenna, la autora dio en el clavo al definir la obra de Lynch de la siguiente manera:
We live in a realm of opposites, a place where good and evil, spirit and matter, faith and reason, innocent love and carnal lust, exist side by side in an uneasy truce; Lynch’s work resides in the complicated zone where the beautiful and the damned collide.
Y de ahí la fascinante dualidad que caracterizó la naturaleza de este brillante ser de luz, capaz de confeccionar las más siniestras y perturbadores imágenes, y a la misma vez, ser el encantador ser humano que durante su última década en esta tierra dedicó su canal de Youtube a realizar coloquiales informes del tiempo y dar los “buenos días” con radiante y contagiosa energía. El mismo que nos estremeció con “Frank Booth” (Dennis Hopper) en Blue Velvet y Robert Blake en Lost Highway, y nos conmovió con John Hurt en The Elephant Man y Richard Farnsworth en The Straight Story. Un apasionado practicante e impulsador de la meditación trascendental, el hechizo que Lynch echó sobre nosotros, sus devotos fans, habrá comenzado por el cine, pero fue su manera de ser, su candidez, sinceridad, incandescente calor humano e incomparable autenticidad, lo que conquistó nuestros corazones.
Mi romance con Lynch, sin embargo, no fue amor a primera vista. Todo lo contrario: pudiera decirse que la primera cita fue un desastre. El año era el 2002, un día entre el 12 de febrero y el 24 de marzo. Lo sé porque fui al cine a ver Mulholland Drive específicamente por que su director había sido nominado al Oscar, y las nominaciones se anunciaron el 12 y los premios se entregaron el 24. No sabía nada más del filme ni mucho menos de quién lo hizo, pero ahí fui con mi novia -actual esposa- a ver el estreno de la semana en Fine Arts, en absoluta ignorancia de a lo que nos íbamos a enfrentar. Dos horas y media más tarde, ella salió de la sala “por el techo” y yo confundido y con un leve dolor de cabeza. No la odié, pero no entendí la adulación de la crítica ni el reconocimiento de la Academia. El que Lynch haya perdido el premio ante Ron Howard, ahora lo veo como uno de los mayores disparates en la historia de esa institución.
Meses después, me encontraba recibiendo mercancía en la tienda que trabajaba, y vi que llegaron copias de Mulholland Drive en DVD. No había pensado mucho en ella desde el cine, pero recordaba claramente muchas de sus misteriosas escenas y extrañas imágenes, así que decidí darle otra oportunidad. Bastó con un tiro de cámara antes de los créditos para que todo hiciera “click”. El resto fue puro enamoramiento. Son contadas las veces que un director ha tenido un impacto tan contundente y significativo en mí. Me devoré su filmografía en dos o tres meses, llegando al extremo de pagar $100 por un set de su ópera prima, Eraserhead, junto a sus cortometrajes, que solo estaban disponibles a través de su website.
Lynch me enseñó a mirar más allá de la superficie, que la trama no lo es todo y que esta, incluso, puede ser totalmente innecesaria. Me llevó a apreciar el trabajo de los actores por las emociones que expresan y cómo las expresan, más que por las palabras que salen de sus bocas. Con él aprendí a desprenderme de la lógica, así como de las ataduras de las narrativas convencionales, y dejarme llevar por la puesta en escena, por la iluminación, la música, el diseño de sonido, el mood y todos los demás elementos capaces de transmitir un sinnúmero de sentimientos que -a su manera- le dan sentido al sinsentido. Eternamente reacio a dar la más mínima explicación de sus filmes, quizá la lección más valiosa que me concedió fue la de llegar a mi propia interpretación de una pieza, y que esta era tan válida como las que él mantenía secretas en su cabeza.
En retrospectiva, considero que de no ser por aquella primera experiencia, mi fascinación por su filmografía no hubiese sido tan férrea, porque el problema no era el largometraje, sino yo, o más bien la manera que el cine me había educado a ver el cine. Cualquier cineasta te enseña la película. Solo un gran cineasta te enseña cómo verla. Así que, en cierta forma, Lynch definió el rumbo que tomaría mi vida profesional, pues este pasatiempo se convirtió en una vocación, impulsada -en parte- por ese nuevo interés en analizar, estudiar e indagar en las imágenes que veía proyectadas en pantalla, y no solo a entretenerme con ellas.
“Fix your hearts or die”, expresó David Lynch memorablemente a través de su personaje del agente “Gordon Cole” en Twin Peaks: The Return, en lo que se ha convertido en un grito de guerra contra la apatía e intolerancia que impera en la sociedad. El mundo será un lugar más oscuro sin él, menos surreal, extraño, empático e interesante. Siento que me dio tanto que su repentina partida me deja con una inmensa deuda, una que como único podré seguir pagando es a través de lo que él me inspiró a ser y hacer.