"Megalopolis": veni, vidi, vici
Francis Ford Coppola dirige una estrambótica fábula acerca de la caída de un imperio en la que peca de cándido, mas no carece de su típica e implacable ambición.
Vine, vi y vencí - Julio César
A sus 85 años, Francis Ford Coppola, el director de The Godfather, The Conversation, The Godfather Part II y Apocalypse Now, no tiene absolutamente nada que probar. El aclamado artista hizo esas películas -cuatro de las mejores en la historia del cine- en menos de siete años y de forma consecutiva. Su carrera jamás volvió a ascender a ese cénit que alcanzó durante la década del 70, pero no fue por falta de empeño y, además, ¿qué cineasta no mataría por semejante racha? Desde entonces, Coppola nunca ha dejado de experimentar y tomar riesgos -artísticos, financieros y personales-, con largometrajes como One From the Heart (1981), con el que trato de revivir los años de gloria de los musicales; su excelente adaptación de Bram Stoker's Dracula (1992), en la que recurrió a las técnicas de antaño para crear sus fantásticos efectos especiales; y la semi-autobiográfica Tetro (2009), donde plasmó intimidades de su relación con su hermano mayor. Sin embargo, esa fijación con mirar al pasado en busca de la musa, quizá jamás había sido tan pronunciada como en Megalopolis, proyecto que lleva décadas intentando realizar, y que ahora llega a los cines tras haber invertido sobre $120 millones de su propia fortuna para hacerlo realidad. Es la clase de locura que ya no se ve en Hollywood.
Si alguna vez se preguntó cómo se hubiese sentido sentarse en uno de aquellos enormes templos cinematográficos para ver Metropolis (1927), de Fritz Lang, o Intolerance (1916), de D.W. Griffith, en sus respectivos debuts, Megalopolis pudiese ser esa ventana a las primeras décadas del séptimo arte. Coppola toma prestado de los grandes maestros del cine mudo, no solo para confeccionar su extravagante puesta en escena -compuesta de elaborados sets tanto físicos como virtuales, en los que los modernos efectos digitales se confunden con técnicas de edición sacadas del cine soviético, particularmente el clásico Man With a Moving Camera (1929)-, sino también en la manera como dirige a su elenco. No hay actuaciones pequeñas en este filme, ni alguna que se acerque remotamente a la normalidad. Todas son formidables con F mayúscula, y recorren la gama desde las brutalmente serias y sinceras, hasta las más estrafalarias y teatrales. El efecto, me imagino, sería similar a poder escuchar a Gibson Gowlad y Zasu Pitts expresando verbalmente lo que sus exagerados manierismos, típicos del histrionismo de la época, pretendían transmitir en Greed (1928), de Erich von Stroheim, por mencionar un ejemplo.
Ostentosa y cándida hasta decir basta, está estrambótica fábula toma la caída del imperio romano y la filtra a través del prisma de los turbulentos tiempos que se viven actualmente en Estados Unidos, para producir una experiencia que resulta tan desconcertante como inspiradora. El argumento se desarrolla en la ciudad de Nueva Roma, donde los planes de expansión del avaricioso alcalde “Franklyn Cicero” (Giancarlo Esposito), se ven coartados por el presidente de la Autoridad de Diseño de la metrópolis, “Cesar Catilina” (Adam Driver), cuyo descubrimiento de un nuevo material -conocido como megalon- lo ha llevado a obsesionarse con construir una utopía. No hay que escarbar mucho para inferir que el personaje principal es un avatar del hombre sentado detrás de la cámara. “Cesar” es un soñador y, por ende, un artista, y como todo escultor, posee la habilidad de detener el tiempo con tan solo ordenarlo. Basta con decir “detente tiempo” y la ciudad entera se paraliza bajo sus pies, mientras la observa desde la cima del rascacielos en el que reside y donde constantemente -similar a Coppola a través de su carrera- se la pasa balanceándose al borde de precipicios.
A la trama central se le suma un insípido romance en la forma de Nathalie Emmanuel como “Julia”, la hija de “Cicero”, que ensancha las divisiones entre ambos hombres cuando esta se enamora de “Cesar”; un innecesario misterio en torno a la desaparición de la esposa del protagonista; una guerra familiar de sucesión luchada entre el magnate “Hamilton Crassus III” (Jon Voight) y su nieto, “Clodio Pulcher” (Shia LaBeouf, actuando al 150% de su regularmente extraña habilidad), cuyos fanáticos lucen gorras rojas, por si cabía alguna duda de a cual repugnante familia estadounidense representan; una desvergonzada trepadora que funge como animadora de un show de televisión que, con un nombre como “Wow Platinum”, por supuesto que solo podía ser interpretada por una actriz tan singular como Audrey Plaza; un chófer que entra y sale a conveniencia a lo largo de la película para servir como su narrador, encarnado por Lawrence Fishbourne… ¿porque salió en Apocalypse Now hace 45 años?; dos apariciones cameos de Jason Schwartzman y Talia Shire, por aquello de incurrir en el nepotismo; ¡ah!, y un satélite ruso que está a punto de estrellarse. Y estoy seguro que olvidé varias cosas más. Cada integrante del elenco actúa en su propio planeta, pero el caos en pantalla paradójicamente hace que todos parezcan estar en sincronía.
El rebuscado libreto de Coppola carece de una estructura clara y coherente, prefiriendo recurrir a soliloquios de Shakespeare o citas del emperador Marco Aurelio para hacer su tesis, que no es otra cosa que una noble pero ingenua súplica al mundo por estrecharse de manos para juntos construir algo mejor. Es básicamente una adaptación de 138 minutos del discurso final de Charlie Chaplin al final de The Great Dictator. “No hay nada que temer si amas o has amado. Es una fuerza imparable, inquebrantable y sin límites, que está dentro de nosotros, nos rodea y se extiende a lo largo del tiempo”, expresa con absoluta franqueza “Cesar Catilina” mirando indirectamente al espectador. El mensaje ciertamente es loable, más aun en estos tiempos, pero al igual que muchas otras virtudes de Megalopolis, este se pierde ante el incesante montaje de metáforas sobre símiles sobre alegorías sobre hipérboles, culminando en una especie de Torre de Babel tamaño IMAX con cacofonía incluida. En términos puramente visuales, Coppola aún es más que capaz de producir imágenes que roban el aliento -nubes en forma de manos que parece robar la luna, inmensas estatuas decrépitas que se vienen abajo como reflejo de la podredumbre de la ciudad, el Madison Square Garden transformado en el Circus Maximus-, pero como guionista, personalmente siempre he refutado el argumento de Quentin Tarantino a favor del retiro temprano de los directores debido a que sus filmografías suelen ir en decadencia, pero Megalopolis definitivamente validan su punto de vista.
Y aun así, calificar lo que podría ser el último largometraje de Francis Ford Coppola como “bueno” o “malo”, no solo es irrelevante, sino reductivo. Me gustó, no me gustó… ¿qué importa? El simple hecho de que en el año MMXXIV una obra tan excéntrica como esta estrene en las mismas salas comerciales donde hace unas semanas se exhibía Deadpool & Wolverine, es en sí su propio acto de subversión por parte de este eterno rebelde, cuya causa siempre ha sido la expresión artística. Es un reguero sin sentido que fascina con su mera existencia. No dudo que será un monumental fracaso taquillero, y nadie la recordará a la hora de repartir nominaciones en los meses venideros, pero los estantes en la mansión de Coppola están colmados de premios desde hace décadas, y aun invirtiendo una millonada, estoy seguro que el hombre no se va a morir de hambre. Lo primordial, lo que verdaderamente importa, es que hoy aún tenemos la oportunidad de asistir a un cine para ver la más reciente obra de uno de los máximos artistas que ha trabajado en el medio, uno que vino, vio y, ciertamente, venció.
Amor omnia vencit. El amor todo lo vence. ¿Trillado? Definitivo, pero la cita de Virgilio resume perfectamente el espíritu que irradia en cada recuadro de Megalopolis. Es difícil irse totalmente en contra de una película -por más disparatada que sea- cuando su intención es tan noble.