Las múltiples dimensiones de "The Brutalist"
Como toda gran pieza arquitectónica, la aclamada película del director Brady Corbet invita a ser observada desde diferentes perspectivas.
La fachada más obvia de la obra maestra titulada The Brutalist es aquella resumida en su sinopsis: la historia de un inmigrante húngaro -un arquitecto judío de nombre “László “Tóth”- quien tras sobrevivir el holocausto, encuentra asilo en Estados Unidos donde rehace su vida junto a su esposa bajo el patrocinio de un magnate que se convierte en un admirador de su trabajo. Sin embargo, al contemplarla desde otros ángulos, su meticulosa construcción revela diferentes matices acerca de su imponente propuesta cinematográfica, como por ejemplo, la manera como explora el eterno conflicto entre el arte y el comercio; la facilidad con la que se sacrifican los valores personales a cambio del progreso; la frágil e ingenua ilusión de la libertad dentro de un sistema democrático; la inherente, corrosiva y esclavizante naturaleza del capitalismo; o como la definiría su propio director, Brady Corbet, una película acerca de “la promesa del sueño americano paralela a la culpabilidad americana”.
De las diferentes lecturas que se le pudieran dar al largometraje, ninguna se siente tan presente como la que apunta sus cañones a su país de procedencia. Después de todo, su protagonista es un inmigrante que se convierte en blanco de los constantes abusos de un inescrupuloso multimillonario, pero el excelente libreto de Colbert -coescrito junto a su pareja, la cineasta Mona Fastvold- no es una respuesta al Estados Unidos de ahora, sino un reflejo del Estados Unidos de siempre.
“Tóth” es interpretado por Adrien Brody con la entereza que lo caracterizan como actor, impecable en su magnetismo escénico, en lo que fácilmente sobresale como su mejor actuación desde The Pianist. Su interpretación carga con la inmensa mayoría del peso dramático de la cinta, al menos durante su primera mitad, mientras acompañamos a su personaje desde su llegada a Nueva York -en una alucinante secuencia inicial en la que los horrores del pasado presagian los del futuro- y a lo largo de varias décadas, en las que los vemos desarrollar una tóxica relación con “Harrison Lee Van Buren” (un soberbio Guy Pearce), el susodicho titán industrial que lo mismo colecciona libros que compañías y -si le viene en gana- incluso personas, particularmente artistas capaces de crear lo que personas como él tan solo pueden comprar.
Tras un atropellado primer encuentro, “Van Buren” se fija en “Tóth” con la misma fascinación que un niño mira a un perrito trapecista. Para él, el arquitecto es una mera curiosidad, algo más con qué presumir entre sus amistades, el renombrado artista europeo al que él le comisionó la construcción de un monumental edificio en tributo a su fenecida madre: un centro cultural en el medio de la nada, plantado en una colina en los campos de Pensilvania. Otro de esos inventos filantrópicos hecho para dizque servir a la comunidad pero que al final su único fin es satisfacer un ego.
El cautivante drama adquiere otra dimensión con la llegada de “Erzsébet”, la esposa de “Tóth", en el segundo acto. Encarnada cabalmente por Felicity Jones, su papel logra distanciarse de la arquetípica y trillada “esposa del genio” mediante el sólido trabajo de caracterización que realizan Corbet y Fastvold en su guión, convirtiéndola en una importantísima ficha sobre el tablero sobre el que ella y “Van Buren” juegan por el “alma” de “Tóth” mientras este sacrifica prácticamente todo con tal de terminar su obra. Incluso el intermedio de 15 minutos -algo que debería hacer un comeback en el cine, particularmente en filmes de larga duración-, abona a la idea de estos trabajos incompletos, pues durante él escuchamos al compositor Daniel Blumberg improvisar variaciones en el piano de su excepcional banda sonora, tal si la estuviera creando antes nosotros.
A pesar de tan solo contar con un presupuesto de $10 “míseros” millones, Corbet logra realizar un épico filme de época -en el que evoca a maestros de la talla de Francis Ford Coppola, Michael Cimino y Bernardo Bertolucci- que se siente gigantesco, tanto en escala como en ambición. Filmado en Vistavision, el cineasta aprovecha las limitaciones de este formato (que no se usaba desde la década del 60) para mantener su cámara mayormente estática y componer tiros que permiten apreciar las líneas de los espacios interiores, las maquetas y estructuras, así como las que delinean los semblantes de su formidable elenco.
The Brutalist llega mañana a los cines de Puerto Rico con 10 nominaciones al Oscar y justo cuando su incisivo retrato de la verdadera cara de la nación estadounidense no podría resonar con mayor estruendo. Dentro de sus tres horas y media de duración encontramos los cimientos de este imperio decadente, fundado en el nacionalismo blanco cristo-fascista -que desde siempre ha dominado sus altas esferas de poder-, el más profundo racismo y un absoluto desdén por lo extranjero. “Este lugar está podrido”, asevera “Tóth” con la certeza que le consta, pues no es su primera experiencia enfrentando los más viles prejuicios. Y de pronto la pantalla del cine parecería desvanecerse, y la brecha entre el pasado y el presente ya no se siente a décadas ni millas de distancia, sino a segundos y pies de donde estamos. Da igual si se trata de la Alemania de los años 30, el Pensilvania de los 50, o el del 2025.