“Jurassic World: Fallen Kingdom” continúa desempolvando los fósiles de la grandeza
La quinta entrega de la exitosa franquicia continúa fracasando en su intento por replicar la magia de la original.
La maldición de todas las secuelas de Jurassic Park ha sido tener que existir en la sombra del innovador filme de Steven Spielberg. Hace 25 años, la recreación digital y animatrónica de los dinosaurios era comparable a un increíble acto de magia, dejando a los espectadores tan anonadados como al “Doctor Grant” cuando vio a un brontosaurio caminando ante él. Desde entonces, las criaturas prehistóricas son cada vez más monstruosas, mientras el coeficiente intelectual de los homo sapiens se acerca más y más al nivel de los cromañones con cada nueva entrega. La exitosa franquicia se ha reducido a una vaga repetición de la fórmula: humanos viajan a isla, dinosaurios comen humanos. Jurassic Park: Fallen Kingdom es la más reciente iteración.
Si algo eleva a esta secuela por encima de sus predecesoras, lo es la dirección de Juan Antonio Bayona, el primero de todos los directores -incluyendo al propio Spielberg en The Lost World- en meterle ganas detrás de la cámara para que se distinga cinematográficamente. Recordando las virtudes de su ópera primera, la fantástica El orfanato, el director español introduce elementos del cine de terror en la segunda mitad que traslada la acción de Isla Nublar -donde hace tres años los dinosaurios destruyeron el resort Jurassic World- a una vieja mansión/museo que le permite jugar con los géneros. La secuencia, expertamente ejecutada, parece sacada de una casa embrujada, con los dinosaurios en sustitución de los fantasmas por más absurdo que pueda resultar tener a estas enormes criaturas dentro de un espacio tan cerrado. Esta es la única parte del blockbuster que deja una impresión.
Por lo demás, pues es otra secuela de Jurassic Park.
En lo que se ha anunciado como el segundo capítulo de una nueva trilogía, Jurassic World: Fallen Kingdom nos reencuentra con “Owen Grady” (Chris Pratt) y “Claire Dearing” (Bryce Dallas Howard), el entrenador de dinosaurios y la ex ejecutiva del parque -ahora transformada en una activista pro-animales-, que se ven obligados a regresar a la mortal isla, por supuesto. En el caso de “Owen”, el deseo nace de rescatar a “Blue”, la velociraptor ultra inteligente que crio desde que nació, mientras que “Claire” desea salvar a las criaturas del volcán que está a punto de hacer erupción en la isla. Sus mejores intenciones caen víctimas de los planes de unos malvados millonarios (¿existe algún otro tipo?) que contratan a unos mercenarios para que secuestren a los dinosaurios y luego subastarlos al mejor postor para que hagan con ellos lo que gusten.
Si la trama le resulta familiar, es porque es muy parecida a la de The Lost World. Si ya de por sí todas estas secuelas se siente recicladas, el hecho de que ahora estén prácticamente rehaciéndose a sí mismas no les hace ningún favor. El libreto a cargo de Derek Connolly y Colin Trevorrow -este último el director del filme anterior- trata de expandir los márgenes de esta serie de películas apostando al tema de la alteración genética, llevándola directamente al territorio de los B-movies… pero todavía no está ahí. Fallen Kingdom quiere jugar para ambos equipos, tanto para la base científica que se estableció en la película original como para las ridículas mutaciones que hemos visto en ambas entregas de Jurassic World. Al no casarse con ninguna de las dos, la ambigüedad repercuta en una experiencia disonante, que ni asombra ni entretiene.
Si no aburre, es solo gracias a las butacas de la sala 4DX donde la vi, cuyo incesante jamaqueo impide el que uno se duerma. Aun cuando Bayona trata de ofrecer una película más íntima, que vaya en contra de la épica escala de los capítulos anteriores, Jurassic World: Fallen Kingdom no plasma nada en pantalla que justifique por qué esta franquicia no se ha extinguido.