“Dune” es un audaz espectáculo de la más amplia escala
El clásico libro del autor Frank Herbert finalmente recibe una adaptación cinematográfica digna de su reputación.
Me ocurrió varias veces mientras veía Dune: la sensación de que la película era mayor de lo que mis ojos podían cubrir. Por lo regular basta redirigir la mirada para seguir lo que está pasando en pantalla, pero cuando esta mide 80 pies de ancho por 46 de alto, el cuello tiene que poner de su parte para no dejar escapar ningún detalle. Allí, arropado por las gigantescas imágenes de otros mundos que acaparaban todo mi campo de visión, sentí que me encogía dentro de la sala de cine, como si estuviese viendo las inmensas naves interestelares y los colosales gusanos del planeta Arrakis en tamaño real, perdido en su interminable desierto, bebiendo agua reciclada de mi propio cuerpo (bueno, quizás esto último, no). En manos de otro cineasta que no fuese Denis Villeneuve -sin noción de escala ni del tamaño del lienzo sobre el que está creando- la experiencia pudiera ser abrumadora e incomprensible, como en cualquiera de esas vorágines de efectos especiales que suelen acabar con un torrente de acción computarizada. Sin embargo, contrario a la mayoría de los estrenos de esta índole, nunca miré la hora queriendo apresurar las manecillas del reloj, totalmente anonadado por el audaz espectáculo que se proyectaba ante mí, de esos que cada vez son más raros encontrar en la cartelera comercial.
Villeneuve es quizás el único director contemporáneo trabajando a este nivel de producción que sabe cómo aprovechar cada pie cuadrado de la pantalla. Y no solo eso, sino que además concede el tiempo y espacio necesarios para apreciarlo. ¿De qué valen los cientos de millones de dólares de presupuesto si no hay alguien con visión detrás de él? Dune responde esta pregunta una y mil veces a lo largo de sus 155 minutos de duración, en los que Villeneuve continúa combinando paradójicamente sus sensibilidades del cine de arte -en específico sus moods, ritmos y cuestionamientos- con el escapismo del entretenimiento popular. Por fortuna, el artista francocanadiense sigue hallando el apoyo de un estudio con el capital para producir estos proyectos, incluso cuando ninguno ha sido un rotundo éxito taquillero, y aun cuando se trata de secuelas o nuevas adaptaciones de fracasos cinematográficos de hace 40 años.
Se suele decir que a la tercera va la vencida, y con Dune, el dicho es un hecho. Tras el abortado intento de Alejandro Jodorowsky en los años 70 (ejemplarmente documentado en Jodorowsky’s Dune) y el admirable desastre dirigido por David Lynch en 1984, el clásico literario del autor Frank Herbert llega al cine en un épico largometraje digno de su reputación, que astutamente evita los errores de sus predecesores. Contrario a Lynch, quien trató de comprimir las más de 800 páginas de la novela original en poco más de dos horas, Villeneuve -junto a sus coguionistas Jon Spaihts y Eric Roth-, optó por dividir la monumental encomienda en dos partes. La primera de estas estrena mañana en los cines y HBO Max, y aunque no ofrece una conclusión a la historia de “Paul Atreides” -el mesiánico protagonista de esta aventura-, la experiencia no es un mero entremés ni un prólogo de dos horas y media, sino una cautivante introducción a este fascinante universo que deja las piezas puestas sobre el tablero y -al menos a este espectador- con el deseo de ver las próximas jugadas en la posible secuela.
La película es la inusual adaptación que logra construir sobre el texto original y -a veces- hasta mejorarlo. Herbert no era el más descriptivo de los autores (sus fortalezas yacen en la argumentación y la expresión de la voz interior de los personajes), por lo que el trío de guionistas, junto a la dirección artística y el equipo de efectos especiales, contaron con amplia libertad creativa para imaginar lo que no quedó explícitamente detallado en la página, transportándonos miles de años a un futuro en el que domina la arquitectura brutalista y los humanos continúan derramando sangre por el control de los recursos naturales. La trama combina la caída del Imperio Romano con la eterna guerra entre los colonizadores y los colonizados, con los primeros explotando las tierras de los segundos para beneficio propio, pero Herbert le añade el arquetipo del “salvador blanco” en la figura de “Paul”, el hijo de un duque que pudiera ser el profetizado mesías de una población. Timothée Chalamet, en el papel principal, expresa convincentemente este conflicto entre creer y no creer en este presagio. Cómo la adaptación reinterpretará este cliché, queda por verse en la segunda parte, pero al menos por ahora apunta a virarlo de cabeza y contemplar su falsedad.
El año es el 10191 y la humanidad se ve regida por un imperio cuyas diferentes familias aristócratas sirven de custodios de los planetas. Los viles y sanguinarios Harkonnen han estado a cargo de extraer una especia que abunda en las dunas del árido planeta Arrakis, el más codiciado recurso de la galaxia que viabiliza el viaje interestelar, en una obvia analogía del petróleo. “La especia debe fluir”, aseguran, porque sin ella el imperio se vendría abajo. Cuando el emperador asigna a la casa Atreides, liderada por el duque “Leto” (Oscar Isaac) a ser los nuevos gobernantes de Arrakis, este sospecha que le están tendiendo una trampa, colocándolo en la incómoda posición de continuar supliendo los abastos de especia mientras trata defender a su familia de posibles ataques.
Las caracterizaciones son, quizá, donde único resbala el filme, pero no con todos personajes. El texto de Dune depende mucho de la voz interior, algo que es sumamente difícil de transferir a un medio como el cine. Personajes como “Paul”, su padre, “Leto”, o los de Jason Momoa y Josh Brolin, los comprendemos y reconocemos porque son arquetipos (el héroe renuente, el noble rey y sus dos más fieles guerreros), y sus respectivas actuaciones se encargan de llenar esos roles. Quien fácilmente despega dentro del elenco lo es Rebecca Ferguson, como “Lady Jessica”, madre de “Paul” y concubina del duque, con una actuación que la llevan a expresar una gama de emociones -desde temeridad hasta fragilidad- de una escena a la otra. Su amor de madre es el corazón emocional de una película que pudiera ser descrita como “inerte” o “fría” de no contar con su presencia.
Si bien la trama de Dune no es la más novedosa, cabe recordar que esta se escribió hace casi 60 años, y desde entonces múltiples sagas de ciencia ficción han tomado prestado de ella, entre estas Star Wars, con su versión de lo que aquí se le conoce como The Voice en la forma de The Force: un poder mental utilizado por las brujas/monjas/espías del grupo Bene Gesserit para moldear el poder político del imperio tras bastidores. Lo que distingue a este universo de los que han nacido después de él es la riqueza de sus subculturas, la atención al detalle y el vocabulario que ahora introduce a las masas con palabras que, al escucharlas, parecerían cargar con miles de años de historia. Términos como la susodicha organización femenina, cuyo plan maestro es producir el Kwisatz Haderach, un hombre creado por la manipulación genética, capaz de ver hacia el pasado y el futuro; los Fremen, la población nativa de Arrakis, que controlan los vastos desiertos con sus trajes diseñados para preservar el agua; o Shai-Hulud, el nombre de los gigantescos gusanos que habitan bajo las dunas, y que son sagrados para los Fremen. Y como esos hay muchos más. El guión no simplifica el diálogo para su fácil entendimiento, sino que lo va soltando de manera orgánica dentro de contextos que le dan sentido sin necesariamente explicar todo lo que significa. La duda, el misterio, contribuyen al trance en el que que cae el público.
Villeneuve abona visualmente a este acto de hipnotismo con imágenes cuya magnitud parecerían no caber dentro de los márgenes del recuadro. Su ritmo narrativo no tiene prisa por avanzar rápidamente de un evento al otro. Cada secuencia, ya sea un simple aterrizaje de una imponente nave o un ataque perpetrado en horas de la noche, recibe su propio espacio para respirar, con una dirección limpia y diestra que invita a contemplar detenidamente todo el esplendor contenido dentro de una toma antes del corte de edición a la próxima. La apoteósica banda sonora de Hans Zimmer -rica en tambores tribales y con ecos del aura de majestuosidad y misticismo de las composiciones de Michael Stearns para Baraka y Samsara- se encarga de elevar la deslumbrante estética a niveles sobrecogedores, algo en lo que el maestro rara vez falla.
Durante los pasados meses, Villeneuve ha expresado vehementemente que la única manera de “verdaderamente ver Dune” es en una pantalla de cine, comentarios que le han valido merecidas críticas y burlas por su altanería y elitismo. Y mientras la cinta seguirá siendo la misma, independientemente del tamaño de la pantalla en la que usted la vea, y que luego de su breve parada en los cines, su futuro -así como las del resto de los largometrajes en la historia- será principalmente en un televisor, hay algo de verdad en sus expresiones. No es lo mismo escuchar un disco de una banda grabado en vivo que verlo ahí, físicamente, en el estadio, ni ver una obra de arte a través de un navegador de Internet que pararse frente a ella en un museo. La música y la obra son las mismas; las experiencias son considerablemente distintas. Yo tuve la oportunidad de verla en IMAX, y lo recomiendo sin ambages si tiene una sala cerca, y aunque no voy a gritar “¡Muerte al streaming!”, aquellos que todavía valoren el cine como espacio y, sobre todo, aquellos que tengan el más mínimo interés en ver Dune: Part Two, harán bien en verla en cualquier cine este fin de semana, ya que la filmación de su secuela aún no es una certeza, y los recaudos en la taquilla definirán si lo es. Sería una pena dejarla a mitad. Películas como Dune son tan y tan escasas. Ojalá podamos ver otra.