“White Boy Rick” sirve un drama criminal común y corriente
No hay nada extraordinario en la verdadera historia de “Richard Wersh”, por más que la película trate de justificar su existencia.
“White Boy Rick” era el alias de un muchacho de Detroit que en la década de los 80 fue informante del FBI, vendedor de armas y traficante de drogas, hasta que eventualmente lo arrestaron y condenaron a cadena perpetua. Fin.
Mientras esta reductiva simplificación se podría aplicar a cualquier película, el argumento de White Boy Rick es así de banal y común, un recuento cinematográfico de la breve carrera criminal de Richard Wersh, hijo. El único factor que distingue su caso es que Wersh cometió todas estas fechorías en su adolescencia, entre los 15 y 17 años de edad, pero aun así, todos sabemos que hay miles de “White Boy Ricks” allá afuera haciendo exactamente lo mismo. El mayor fracaso de la película que lleva su apodo es que jamás justifica por qué su historia merecía ser llevada al cine.
De hecho, mientras más uno pondera esa pregunta y examina cómo las razas son expuestas en pantalla, más problemático se torna el filme. “White Boy Rick” es -como bien señala su sobrenombre- un chamaquito blanco que se mueve dentro de círculos compuestos principalmente por personas de raza negra que también están involucradas en el trasiego de drogas. Sin embargo, estos personajes secundarios no son más que meros estereotipos y caricaturas, gatilleros con “bling-bling” y mujeres de vídeos de vídeos de trap. Pero no “White Boy”. “White Boy” solo quiere ayudar a su familia a salir del hoyo, y al pobre no le queda de otra que ponerse a vender cocaína en las esquinas.
“Si a ti te arrestan, tu condena es blanca. Si a mí me arrestan, mi condena es negra”, le dice el bichote del barrio -interpretado por Jonathan Majors- a “Rick” cuando este empieza a meter el pie en el bajo mundo. Y lo cierto es que “Rick” acabó con una “condena negra” a causa de una ley que sentenciaba a cadena perpetua a cualquier persona encontrada en posesión de más de 650 miligramos de cocaína. Sin embargo, si la intención del largometraje es arrojar luz sobre las injusticias y prejuicios del sistema judicial estadounidense, resulta absurdo presentarlo utilizando el caso de un muchacho blanco como ejemplo, más cuando las minorías son las principales víctimas de estas abusivas sentencias.
Por más errada que pueda ser tanto la propuesta como la ejecución del filme, este no está exento de sus virtudes. Los actores principales están muy bien, en especial Matthew McConaughey como el padre de “Rick”, quien se esmera por interpretar a un perdedor compungido, y Bel Powley como la hermana drogadicta. En su debut en pantalla, Richie Merritt, como “White Boy Rick”, exhibe la naturalidad de alguien sin experiencia histriónica. Si es así, es porque la realidad es que no la tiene, algo que funciona a favor del grado de autenticidad que persigue la producción y que también se ve en la dirección de Yann Demange, que en ningún momento hace ver como atractiva ni divertida la vida de su protagonista, algo de lo que suelen pecar muchos de estos dramas criminales.
Pero incluso con todo lo que hace bien, White Boy Rick nunca logra despegar. La película carece de impulso que mueva la historia hacia adelante, mientras que Demange y Merrit no consiguen hacer del personaje principal un sujeto cautivante. No hay nada en la vida de Richard Wersh que exigía un tratamiento cinematográfico. Bastaba con leer un artículo noticioso.