“I, Tonya” saca la cara por Tonya Harding
Margot Robbie brilla en la mejor actuación de su carrera como la expatinadora de hielo.
As far back as I can remember, I always wanted to be a gangster…
Sustituya “gangster” por “olympic ice skater” en la cita anterior de Goodfellas, y tendrá una idea de lo que debe esperar de I, Tonya. Al igual que le clásico de Scorsese -pero sin caer en la burda imitación-, el largometraje de Craig Gillespie (Lars and the Real Girl) recorre el ascenso y caída de su protagonista, favoreciendo las narraciones y rompiendo la cuarta pared cuando así lo cree pertinente.
La expatinadora de hielo Tonya Harding rompió más que eso hace más de dos décadas, y no me refiero a la rodilla de su compatriota estadounidense y principal oponente en las Olimpiadas Invernales, Nancy Kerrigan. Harding sí estuvo involucrada en ese hecho criminal, mas la película acerca de los años más notorios de su vida -los únicos que quedaron grabados en la memoria colectiva para ser utilizados como saco de boxeo- la enmarcan debidamente como la víctima: de su abusivo marido, de su cruel madre, de los inescrupulosos medios que explotaron su caso, y de sus propias tendencias autodestructivas. El libreto de Steven Rogers no pretende expiar a Harding de la parte de la culpa que le toca, pero sí arroja luz sobre las injusticias perpetradas en su contra.
En lo que inmediatamente despunta como la mejor actuación protagónica de su joven carrera, la australiana Margot Robbie se mete en la piel de Harding en un ejercicio actoral obligado a trascender lo físico, ya que por más buenos que sean los maquillistas, el parecido entre ambas es nulo. Robbie se acerca a Harding en los manierismos, el tono con el que se expresa y la explosividad con la que se transforma de una perfecta ice queen a una persona grosera y sin modales. Pero también la encuentra en la vulnerabilidad, esa que rara vez permitía salir a relucir, y que escondía detrás de la áspera corteza que la protegía e, incluso, la ayudó a llegar al escenario más alto del patinaje sobre hielo.
El filme abarca desde la infancia de Harding -sin perderse demasiado en esta etapa- hasta que fue expulsada de por vida del U.S. Figure Skating Associaction cuando apenas tenía 23 años. Observamos su arduo entrenamiento, impulsado severamente por su perversa madre, a quien Allison Janney encarna con semejante crueldad que parecería que se trata de otra actriz, y no la experta comediante que por tantos años nos ha hecho reír. Su humor en este papel es punzante e hiriente, dirigido a burlarse de su hija, y cuando no es para esto, lo emplea con sarcasmo para comentar acerca de las desdichas que esta enfrenta.
La turbulenta relación entre Harding y su esposo -interpretado por Sebastian Stan- se presenta sin apartar la mirada de su violenta realidad, aunque el tono con el que la película trabaja el resto de los acontecimientos a veces raya en hacer una comedia del patrón de maltrato. Lo que la ancla y hace ver estos abusos por lo que son se aprecia en la actuación de Robbie, quien expertamente le da una tridimensionalidad a un personaje que fácilmente pudo ser caricaturizado, porque así lo ha sido. La perspectiva que ofrece el paso del tiempo permite observar el caso de Harding como el Big Bang del deplorable ciclo noticioso que gira en torno al escándalo del momento, devorándose a sus figuras centrales y echándolas al zafacón cuando ya no produce ratings, o en mundo actual, “clicks”. No es difícil simpatizar con Harding. Sí, erró, pero su condena fue más severa que el crimen (que, por cierto, no cometió), probablemente porque las cámaras que la acechaban día y noche exigían un dramático final.
I, Tonya estrena mañana en Fine Arts Café y compite el domingo por tres premios Oscar.