Inmenso Cuarón desde la nostalgia en "Roma"
El director mexicano nos ofrece una auténtica obra maestra cargada de resonancias emotivas.
Roma comienza con una toma del piso y termina con una del cielo. En ambas se observa un avión sobrevolando entre las nubes, pero su presencia -como muchas otras cosas en la película- se anuncia auditivamente. El piso se ubica en la marquesina de la casa de una familia blanca de clase media, sus losetas cubiertas de agua que proviene del margen superior del recuadro, como olas que acarician la arena. No es pura coincidencia que el emotivo y maravilloso desenlace se desarrolle en las picadas playas de Veracruz. El agua enjabonada se vierte a cubetazos, empujada por una escoba y, nuevamente, nuestro oído identifica estas acciones claramente desde mucho antes de que aparezcan en pantalla. Más adelante descubrimos que este ritual se repite a menudo para limpiar la caca de “El Borras”, el perro del hogar, y que este es tan solo uno de los múltiples quehaceres de la criada y nana, cuya dedicación e incondicional amor, llevan el compás de estas vidas y de este espacio.
El cielo es el de la Ciudad de México, adonde el director Alfonso Cuarón retorna luego de 17 años de haber filmado en su patria por última vez, para realizar su obra maestra, un hermoso recorrido autobiográfico en el que su monumental dominio cinematográfico sirve de prisma a sus recuerdos. Nuestro Virgilio en este viaje es su musa: Liboria Rodríguez -“Libo”, para él-, la indígena mexicana oaxaqueña que lo arrulló todas las noches, lavo sus calzones y le sirvió la comida, la que lo apapachó cuando niño y a quien ahora le dedica este precioso largometraje. “Libo” es representada en el filme por Yalitza Aparicio, como “Cleo”, una joven -también de Oaxaca, y aspirante a maestra- sin experiencia actoral alguna, pero quien igual aquí nos obsequia una de las mejores interpretaciones que se han visto este año.
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Cuarón regresa al otrora Distrito Federal como Federico Fellini a su pueblo natal en Amarcord, y las influencias del cine italiano no acaban ahí. Roma es una pieza moderna de neorrealismo, con todo lo que esto implica: una protagonista de clase pobre; la persecución del naturalismo histriónico, con la autenticidad como norte; la lucha diaria de los marginados contra las injusticias, prejuicios y los continuos golpes propinados por la sociedad, los gobiernos y la vida. Cuarón incluso la retrata en exquisito blanco y negro, dándole un toque clásico, a la vez que conquista otro laurel en su prestigiosa carrera al debutar como su propio cinematógrafo. ¿Cuán personal ha de haber sido esta obra para que prescindiera de los servicios de su más fiel colaborador, Emmanuel Lubezki? Basta con verla para que la respuesta a esta interrogante se haga elemental.
La nostalgia -poderosa y seductora por demás- no logra nublar el ejercicio nemónico entre Cuarón y su pasado.
El cineasta mexicano nos transporta al entorno de su infancia a través de “Cleo”, específicamente a la Colonia Roma -de ahí el título-, entre el año 70 y 71. La familia la componen cuatro niños -una hembra y tres varones-, la madre (Marina de Tavira) y el padre (Fernando Grediaga), médico de profesión. A simple vista, se les ve felices y cómodos económicamente, pero la realidad es muy distinta. No hay más clara metáfora que la que Cuarón introduce en la forma del Ford Galaxy -un carro de lujo para aquella época- que es demasiado ancho para la angosta marquesina, pero hay que aparentar. Los niños, la esposa y “Cleo” lo esperan de noche mientras mete y saca (y saca y mete) el monstruoso vehículo, pasando apenas a centímetros de la pared, apachurrando las plastas del Borras, que también tienen algún significado metafórico. No hace más que llegar del trabajo cuando ya está anunciando su próxima partida, descrita como “un viaje profesional a Canadá” a sus hijos, aunque su esposa sabe que se trata de una separación temporera, al menos hasta que ella internalice y acepte lo que todos muy bien sabemos: que es permanente.
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Mientras el matrimonio se descompone con la lentitud que se hace eterna desde la perspectiva de los hijos, “Cleo” se desplaza en la periferia, dedicándose a sus tareas, con un pie dentro y otro firmemente fuera del núcleo familiar. La nostalgia -poderosa y seductora por demás- no logra nublar el ejercicio nemónico entre Cuarón y su pasado. Nanas como “Cleo” forman una parte intrínseca de las vidas de estas personas, pero nunca son aceptadas plenamente. Por más afecto que haya, siempre hay una distancia, una frontera invisible que marca ese espacio entre “el señor”, “la señora” y la empleada. Incluso cuando pareciera que se pueda cruzar esa brecha, que se puede compartir un momento de ocio junto a la familia viendo “Ensalada de Locos” (una popular comedia mexicana de aquellos años), alguien necesita un té o una lechecita caliente, y allá va “Cleo” a la cocina. Y por favor no enciendas las luces de tu diminuto cuarto en la parte trasera de la casa, que al “señor” le molesta y hay que ahorrar energía.
El nivel de precisión técnica de la puesta en escena es apabullante, e igualado no solo por la impactante cinematografía, sino además por un impecable diseño de sonido.
En una de sus tardes libres, “Cleo” sale en una cita con “Fermín” (Jorge Antonio Guerrero), se acuestan y a los dos o tres meses la regla aún no llega. El futuro padre se desaparece del mapa y la joven se queda sola. “¿Me van a correr?”, le pregunta “Cleo” a “la señora” cuando le confiesa cabizbaja y temerosa su embarazo, en tan solo una de un puñado de escenas en las que Aparicio le romperá el corazón en pedazos. Pero no la corren. Al contrario, la llevan al médico e, incluso, a comprar una cuna, momento que se ve interrumpido por una violenta protesta estudiantil que invade la tienda y deja el piso teñido de rojo.
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La película no se detiene a identificar ni explicar este suceso, conocido como la Masacre del Jueves de Corpus, pero no tiene por qué hacerlo. Los pueblos siempre han tenido razones de sobra para revelarse contra sus gobernantes, y estos siempre han recurrido a grupos paramilitares clandestinos -como los Halcones, entrenados en parte por la CIA- para encargarse del trabajo sucio. La cámara de Cuarón deambula por estos espacios -desde antiguos cines con techos tan elevados que los hacen ver como catedrales, hasta concurridas avenidas congeladas en el tiempo- como un fantasma perdido entre los recuerdos. Muy rara vez se queda quieta. Cuando no está realizando un paneo que recuerda a los mejores del maestro Kenji Mizoguchi, se traslada paralelamente en un dolly o flota -como por arte magia- en uno de los extraordinarios planos secuencias que forman parte del repertorio cinematográfico de este maestro del séptimo arte.
El nivel de precisión técnica de la puesta en escena es apabullante, e igualado no solo por la impactante cinematografía, sino además por un impecable diseño de sonido. En lugar de una banda sonora, Roma es acompañada musicalmente por una sinfonía de ruidos cotidianos. El filme nos sumerge en sus espacios auditivamente y nos permite deambular dentro de ellos como si nos estuviera abriendo un portal a través del tiempo, antes de deslumbrarnos con los fuegos artificiales desplegados mediante su magistral pericia estética. La orquesta la componen el singular silbido de un afilador callejero, el bullicio de las calles, el agua corriendo, el distintivo silencio de una casa dentro de la que una relación se derrumba, o las turbinas de un avión en las alturas. Quién sabe de dónde viene o hacia dónde va, pero lo cierto es que la persona que entra al cine no es la misma que sale de él tras ver Roma. Todos somos pasajeros en este viaje por invitación de Cuarón. Dichosos nosotros que podemos acompañarlo.
Roma se exhibe desde hoy en Fine Arts Café y estrena mañana, 14 de diciembre, en Netflix.