“Mank”: entre la luz y las sombras de “Citizen Kane”
David Fincher rinde tributo a la pluma detrás del clásico de Orson Welles a través de una magnífica puesta en escena, rica en texturas de la era dorada de Hollywood.
“Uno no puede capturar la vida entera de un hombre en dos horas”, asevera “Herman J. Mankiewicz”, resignadamente interpretado por Gary Oldman, como un hombre vencido por toda la banalidad y la hipocresía que lo rodea en la industria para la que trabaja: el cine. Postrado en la cama donde convalece tras sobrevivir un accidente de tránsito, “Mank” -como le dicen sus amigos y allegados- le dicta a su secretaria las páginas del libreto que al sumarse se convertirán en su magnum opus, un filme llamado Citizen Kane. “Lo único a lo que uno puede aspirar es a dejar la impresión de una”, continúa en su reflexión. La frase alude a la razón por la que tantos biopics fracasan, y es una trampa demasiado común en la que el director David Fincher no cae en Mank, su nuevo largometraje acerca de -entre otras cosas- el guionista que contribuyó enormemente a redefinir las reglas del séptimo arte.
“Mank” tiene 60 días para terminar de escribir el borrador que, hasta el momento, lleva por título The American. Originalmente eran 90, pero Orson Welles -el “boy wonder” del Mercury Theater que acaba de conseguir un contrato inaudito con el estudio RKO para producir, dirigir, protagonizar y escribir su ópera prima y el cual le garantiza respetar su corte final- le restó un tercio del tiempo. Pero Mank -astutamente- no es una película acerca de la producción de Citizen Kane. Fincher rinde tributo a ese clásico -fundamental para todo amante de este medio-, pero se mantiene a distancia de su romanticismo. La mayoría de las referencias son tan sutiles que incluso podrían pasar inadvertidas, como la caída de una botella de whiskey filmada para emular la del globo de nieve que cae de la mano de “Charles Foster Kane” en su lecho de muerte. La más obvia se manifiesta en la estructura de su libreto -escrito por su padre, el fenecido periodista Jack Fincher, hace 30 años- y cómo esta hilvana la narrativa en un constante vaivén entre la década de 1930 a 1940 en California.
En lo que sobresale como su trabajo más cinematográficamente formal desde The Curious Case of Benjamin Button -el otro título en su filmografía en el que su singular lenguaje visual no está tan pronunciado-, Fincher realiza un cautivante estudio de personaje acerca de un artista en busca de redención tras años de complicidad dentro de un sistema inmoral y corrupto. Mank no está interesada en reencender el viejo debate iniciado por la crítica de cine Pauline Kael en su libro Raising Kane acerca de la verdadera autoría de Citizen Kane, y toda persona que haya seguido la carrera de Fincher por las pasadas tres décadas conoce su pensar acerca de cómo los estudios suelen ser los mayores enemigos de los cineastas. Se trata de un largometraje que aspira a construir un puente entre el pasado y el presente de la llamada “Meca del cine” a modo de constatar que su naturaleza siempre ha sido la misma.
“Este es un negocio en el que el cliente no obtiene nada a cambio de su dinero más allá de un recuerdo”, expresa con el pecho inflado Louis B. Meyer -la segunda “M” en MGM, aunque si le preguntan a él, todas las letras son suyas- camino a decirle a sus empleados del estudio que les van a cortar su suelo a la mitad a raíz de la Gran Depresión. El controvertible productor -brillantemente encarnado por Arliss Howard- era uno de los mayores aliados y confidentes de William Randolph Hearst (Charles Dance), el magnate dueño de múltiples periódicos y en quien Mankiewicz se inspiró para construir al personaje de “Charles Foster Kane”. “Mank” se bandeaba dentro de este círculo de productores y artistas que acudían a las fiestas en San Simeon, la extravagante mansión que Hearst construyó para su amante, la actriz “Marion Davies”, interpretada por Amanda Seyfried con picardía y perspicacia. Allí, bebían hasta que salía el sol, mientras maquinaban cómo controlar la percepción pública a través de imágenes en movimiento proyectadas a 24 recuadros por segundo, el verdadero comienzo del “fake news”.
Fincher emplea todo su arsenal digital para transportarnos al medio análogo. La elegante cinematografía en blanco y negro de Erik Messerschmidt evoca los encuadres y la gran profundidad de campo empleada por Gregg Toland en Citizen Kane. La dirección de Fincher, como de costumbre, no es nada menos que impecable, pero lo que sobresale como el elemento más efectivo para alcanzar el sentido de inmersión en el cine de los años 30 recae en el fantástico diseño de sonido a cargo de Ren Klyce que recoge el característico eco de la grabación monoaural de la época. A esto se le añade la exquisita banda sonora compuesta por Trent Reznor y Atticus Ross, rica en arreglos orquestales de jazz, que traen a la mente las clásicas partituras de Bernard Herrmann, y el resultado debería ser puro éxtasis fílmico para cualquier cinéfilo.
Dicho todo esto, Mank se queda corta de alcanzar el mismo pedestal en el que se ubican las obras maestras de Fincher, como Zodiac, Se7en y The Social Network. Técnica y artísticamente, cumple con todo lo que se espera de él, mas la suma de todas sus virtudes -que son muchísimas y le deberían valer nominaciones en múltiples categorías- no fueron suficientes para elevarla a ese mismo nivel, al menos luego de tan solo una mirada. Hay una falta de tensión dramática, que suele ser la propulsión de las mejores películas de Fincher, que surge al estructurar el argumento alrededor de si “Mank” acabará de escribir el guión a tiempo cuando se sabe que lo terminó. Cada escena por separado es un rotundo deleite e invitan a volver a ver el filme una vez lo tengamos en Netflix desde el próximo 4 de diciembre, así que esta apreciación muy bien podría variar. Juntas en sucesión, forman una excelente pieza a cargo de uno de los indiscutibles maestros contemporáneos, que si bien no es un Citizen Kane o A Touch of Evil dentro de su canon, mínimo es The Magnificent Ambersons: imperfecta pero no menos impresionante.