“Ghostbusters: Afterlife” se revuelca en la nostalgia
Los cazafantasmas regresan al cine perseguidos por los espectros del pasado, literal y figurativamente.
Los fantasmas animados no son los únicos que embarran a Ghostbusters: Afterlife con su ectoplasma, la cuarta película en la serie que, contrario a la mayoría de las franquicias ochentosas que se niegan a morir pese a continuos fracasos (Terminator, Predator, etc.), siempre ha cumplido con satisfacer -al menos a este espectador- a través de sus humildes metas y buen humor. El filme que estrena hoy exclusivamente en cines no es la excepción, aun cuando este se sufre varios resbalones provocados por la profusa y viscosa melcocha de nostalgia que cae sobre él durante el tercer acto, pero mentiría si dijera que no alcanzaron el efecto deseado de apelar a los sentimientos y provocar sonrisas. Cada quién decide cómo y cuánto se deja manipular.
El saldo de esta secuela/reboot era de esperarse desde que se anunció que Jason Reitman, hijo del director de la cinta original, Ivan Reitman, sería el encargado de traer de vuelta a los cazafantasmas a la pantalla grande. Afterlife se ve constantemente filtrada a través de la mirada de alguien que de niño pisó el set de Ghostbusters y que ahora, de adulto, le rinde tributo al trabajo más famoso de su padre, así que es natural que las cosas se tornen un tanto sentimentaloides. Sin embargo, antes de llegar a ese punto, la cinta ofrece una buena hora de entretenimiento que fácilmente sobresale entre lo mejor que se ha visto en esta saga hasta ahora.
Entre los mayores aciertos del libreto de Jason Reitman que contribuyen a que esta aventura no se sienta como déjà vu, está la mudanza de la acción de la metrópolis al campo, propiciada por la muerte del personaje de “Egon Spengler” -uno de los cuatro Ghostbusters originales, interpretado por el fenecido Harold Ramis-, quien vivió sus últimos años en una finca como un ermitaño. El cambio de escenario le da un toque de película de Amblin de los años 80 que le sienta muy bien y, como muchas producciones de esa compañía, la trama gira en torno a menores de edad, cuando los nietos de “Egon” llegan junto a su madre a su decrépita casa tras ser desahuciados de su hogar en la ciudad.
Esta primera mitad del largometraje corre con asombrosa y entretenidísima facilidad gracias a la estupenda actuación de Mckenna Grace como “Phoebe” -nieta de “Egon”- y su amigo, “Podcast” (Logan Kim) mientras ambos siguen las pistas que los llevarán a descubrir quién era el abuelo de ella. El humor es constante e hilarante, desde los frustrados desaires de Carrie Coon como la madre soltera de los niños, hasta los chistes mongos de “Phoebe”, y todo esto se da antes de que haga su entrada Paul Rudd, como el maestro de verano de la escuela, y entonces las razones para reír se elevan al cuadrado. El feeling es similar a la primera hora de Super 8, otro filme obsesionado con recapturar la “magia” del cine de Spielberg de 40 años atrás, antes de que esta se descarrilara por completo.
Ghostbusters: Afterlife no sufre es mismo accidente, pero llega muy cerca de repetirlo durante el susodicho acto final cuando, desafortunadamente, se convierte en un refrito de Ghostbusters (1984) reciclando desde frases hasta monstruos y -por supuesto- personajes de la clásica película. Hay cosas que funcionan, como el emotivo homenaje a Ramis, quien falleció en el 2014, pero la mayoría de estos fantasmas del pasado -tanto los literales como los figurativos- no aportan nada original a la secuela y le restan toda la novedad al largometraje. Las opiniones en torno a esta sobredosis de nostalgia dependerán de cuán dispuesto esté el espectador a empalagarse. Yo suelo tener una reacción adversa a estas gratuitas e innecesarias ataduras al pasado, pero con Ghostbusters, no puse mucha resistencia. ¿Qué se puede esperar de alguien que jugó con “slime” y tuvo un “proton pack” hecho -en parte- de una bandeja de pintura?