“Eternals” sucumbe ante su tímida ambición
El toque de la oscarizada directora Chloé Zhao se ve oprimido por la densidad narrativa e innecesaria extensión del argumento.
Cuando en septiembre de 2018 se anunció que Chloé Zhao estaría tomando las riendas de Eternals, la noticia levantó muchas cejas. No era la primera vez que Marvel recurría al cine independiente para contratar a un director o directora, pero la escueta filmografía de la cineasta china -compuesta para aquel entonces de dos largometrajes, Songs My Brother Taught Me y la sublime The Rider- era diametralmente opuesta a las particularidades de la franquicia que ha controlado la taquilla por la pasada década. Conocida por sus dramas contemplativos protagonizados por personas sin experiencia histriónica -en los que no abundarán las palabras, pero sí los hermosos paisajes-, las sensibilidades de Zhao no concordaban con la saga de los Infinity Stones ni mucho menos con el multiverso en el que se encuentra actualmente perdida y sin rumbo claro. Sin embargo, la naturaleza cósmica del clásico cómic de Jack Kirby fue, en parte, lo que la motivó a perseguir el proyecto, impulsada -quizá- por su afinidad por el cine de Terrence Malick, con sus cuestionamientos filosóficos, matizados por la belleza de nuestro entorno. Todo parecía indicar que se trataba del matrimonio perfecto entre el arte y el comercio, pero lo que acaba en pantalla no podría estar más divorciado de las fortalezas tanto de ella como de la materia.
“El que mucho abarca, poco aprieta”, y eso es justo lo que ocurre con el vigésimo sexto largometraje de Marvel Studios, dos horas y 37 minutos que se sienten mucho más extensos que eso, y en los que una decena de crípticos, fríos y distantes personajes se comunican mayormente a través de una letanía de palabrería sideral, combinada con dilemas existenciales, que pretenden hacerse pasar por profundidad temática. La realidad es que el libreto -coescrito por Zhao- jamás logra trascender de lo elemental y lo superficial. Se dice mucho, demasiado, a lo largo de milenios y de un rincón del mundo al otro -de Mesopotamia a Babilonia, de Tenochtitlán a Hiroshima-, pero la verdad es que, al final, no se dice nada significativo acerca del conflicto entre la humanidad (virtualmente invisible en este filme) y sus dioses, ni el de estos con su inmortalidad. Hace un año, The Old Guard ofreció un mejor retrato de lo trágico que sería vivir miles de años en la Tierra defendiendo a sus habitantes sin poder morir, y lo hizo en menos tiempo y con una fracción del presupuesto.
Comenzamos 7,000 años en el pasado, con la llegada de los “Eternals” a nuestro planeta. Estos seres extraterrestres son producto de otros más poderosos, conocidos como los “Celestials”: gigantes celestes que se encargan de crear vida a través de las galaxias, y quienes les ordenan a sus inmortales lacayos permanecer en la Tierra hasta que erradiquen a sus contrapartes, llamados “Deviants”, porque no existe manera más eficaz de castrar a tus heroicos protagonistas que ponerlos a pelear con genéricos monstruos digitales como sus principales oponentes. Los efectos especiales, así como la dirección artística, recorren toda la gama de calidad, con estas trilladas criaturas en un extremo y la llamativa secuencia final en el polo opuesto. No revelaré detalles de esta última, pero digamos que Marvel se le adelantó a DC en plasmar en pantalla un breve pero asombroso encontronazo entre los equivalentes a dos de sus mayores superhéroes. Sí, leyó bien: lo más memorable de esta cinta de Marvel es algo que evoca a DC, y sé que al decir esto, me gano el desdén de ambos bandos en esa eterna batalla.
Los “Eternals” vienen en una variedad de colores y sabores: tenemos a su líder, “Ajak” (Salma Hayek), con sus poderes curativos; “Thena” (Angelina Jolie), que es básicamente la diosa griega Atenas; “Makkari” (Lauren Ridloff), que es básicamente Flash; “Ikaris” (Richard Madden), que es básicamente Superman, al punto de que lo llaman por ese nombre en cierto momento; “Phastos” (Brian Tyree Henry), el inventor; “Sersi” (Gemma Chan), capaz alterar la estructura molecular de las cosas; “Sprite” (Lia McHugh), la creadora de ilusiones ópticas; “Gilgamesh” (Ma Dong-seok), con su fuerza bruta; “Kingo” (Kumail Nanjiani), quien dispara bolas de luz de sus manos (y claramente llegó último el día que repartieron poderes); y “Druig” (Barry Keoghan), el controlador de mentes. No que esta última habilidad importe ni sirva de algo, ya que olvidé mencionar que los “Eternals” no pueden intervenir en los asuntos de los terrícolas, lo que explica por qué no detuvieron a Thanos ni impidieron ninguna de las auténticas catástrofes de nuestra historia, porque -según la cuestionable tesis de la trama-, de la mortandad nace el progreso… o algo así. Se espera que el espectador empatice con estos humanoides que no levantaron un dedo para salvarnos de innumerables barbaridades.
Los “Eternals” son, en esencia, los ángeles de Wim Wenders en Wings of Desire, y en esta analogía, la “Sersi” de Chan es simétrica al “Damiel” del gran Bruno Ganz, observando a la humanidad desde la distancia, deseosa de pertenecer ella, pero incapaz de serlo. La diferencia es que mientras Wenders -y, por supuesto, Malick, específicamente en The Tree of Life- logran tender un sólido puente entre lo celestial y lo terrenal, Zhao se ve constantemente obstaculizada por los requisitos del género. Las descargas de exposición son incesantes y, a veces, hasta repetitivas, asignadas en el peor de los casos a la actriz con la menor experiencia en el elenco (McHugh) y diluidas a lo largo de la tediosa duración. La unión de las sensibilidades artísticas de la ganadora del Oscar a la mejor dirección por Nomadland tropiezan una y otra vez con los clichés de las cintas de superhéroes, canibalizándose mutuamente hasta producir una cacofonía que no permite el disfrute de ninguna de las dos vertientes. La autoría de Zhao es prácticamente imperceptible -salvo las ocasiones que el estudio le permitió salirse de su habitual soundstage en Atlanta y filmar en vistosos exteriores- reforzando lo que ha sido la queja recurrente dirigida hacia el MCU de que los cineastas están ahí básicamente para gritar “¡acción!” y “¡corte!”.
Del variado elenco, cabe destacar las pequeñas pero valiosas intervenciones de Keoghan, Henry y Ridloff, cuyos personajes tienen a su cargo el verdadero peso moral y emocional que yace -ofuscadamente- en la médula del guión. “Druig” y “Phastos”, en particular, son quienes primordialmente cuestionan su misión en la Tierra, y ambos sufren las consecuencias de sus acciones con aplomo, mientras que Ridloff -aunque desaparece durante gran parte de la cinta-, regresa en el tercer acto para iluminar los acontecimientos con su cálida presencia. Nanjiani queda relegado a ser el “comic relief”, algo que logra a medias, ya que el humor sorprendentemente escasea en este capítulo del MCU (y los pocos chistes que hay, los reciclan hasta que ya no dan risa), y Jolie cae en un tercer plano con un papel que pudo haber sido fascinante si se hubieran molestado en explorar los traumas de su pasado -la única que los recuerda- y cómo estos la atormentan. Todos merecían más escenas, muchas que las que les conceden a los protagónicos “Ikaris” y “Sersi” y su insulso romance, desarrollado mediante lánguidas miradas y una escena de sexo que, para ser la primera en la historia de Marvel, acaba siendo redundante y exenta de erotismo. La clasificación PG-13 no es excusa. Basta con darle un vistazo a todo lo que consiguieron hacer Jane Campion y Wong Kar-Wai en Bright Star e In the Mood for Love, respectivamente, ambas clasificadas PG, para refutar ese argumento.
Pero ese no es el único hito que marca el filme. A este se le suma el ser el primero del estudio con una pareja abiertamente gay, así como el más diverso étnicamente en lo que respecta al reparto. Lo segundo se le aplaude, aunque los actores y actrices queden desfavorecidos por los papeles, pero lo primero será celebrado cuando no se limite a un beso de dos segundos y brevísimas escenas hechas intencionalmente así para que puedan ser censuradas con facilidad en países con leyes homofóbicas. Y eso, en síntesis, es lo que define a Eternals: un constante tira y hala entre su deseo de progresar y la camisa de fuerza que impone la fórmula. Zhao y su equipo habrán querido expandir los horizontes en múltiples sentidos, desde la inclusividad hasta lo que este tipo de entretenimiento pudiera ser si se atreviera a salirse de su zona de confort y crear algo distinto, pero, al final, la producción sucumbe ante su tímida ambición, víctima de su densidad narrativa e innecesaria extensión, y termina siendo una parada más en el mismo trayecto que un necesario viraje en otra, más interesante y novedosa, dirección.