Joaquin Phoenix se entrega a la maldad del “Joker”
El aclamado actor despoja al célebre personaje de DC Comics de su usual carisma, dejándonos ver únicamente al psicópata.
La actuación de Joaquin Phoenix en Joker es monumental, un perfecto y estremecedor despliegue de “method acting” que genera un imponente agujero negro de agonía y desespero, atrayendo con inmensa fuerza gravitacional todos los demás componentes de la producción hacia él hasta consumirlos en su profunda e inescapable oscuridad. Todo está puesto al servicio de su bestial interpretación, desde la impactante cinematografía de Lawrence Cher -que lo mismo lo aísla en su soledad mediante el uso de tiros amplios que lo agigantan a través de desconcertantes close-ups-, hasta la siniestra banda sonora a cargo de Hildur Guðnadóttir, cuyos lúgubres arreglos para cuerdas y percusión sirven de única y constante compañía al protagonista en su lento descenso a la locura. Su demacrada presencia está presente en todas las escenas. No abandona la pantalla por un instante, por lo que resulta imposible apartar la mirada de ella.
Su inquietante ejecución de este papel -uno más en la larga lista de desquiciados que figuran en su estupenda filmografía-, asciende a niveles de tal magnitud que le queda demasiado grande al insustancial libreto del director y coguionista Todd Phillips, quien pretende decir… ¿algo?, con esta historia de origen del icónico villano de DC Comics. ¿Algo acerca de los males del capitalismo? ¿Algo en defensa de sus víctimas, entre ellos los pacientes de salud mental, como el propio rol principal? ¿Algo sobre la falta de empatía que existe actualmente en el mundo? O quizás su idea original a la hora de abordar el material fue algo tan simplón como “¿Qué tal si el taxista ‘Travis Bickle’ se obsesionara con el papá de Batman?”. Podrían ser todas las anteriores, podrían ser ninguna de ellas. El turbio guión aspira a ser más que un “comic book movie”, pero al final no se esmera por hurgar más allá de la más llana y obvia superficie, y la verdad es que no tiene por qué hacerlo.
Phillips y el coescritor Scott Silver, sin embargo, parecerían estar convencidos de que Joker contiene una propuesta temática de peso, y la victoria del largometraje en el Festival de Venecia, donde se alzó con el premio mayor, el León de Oro, es prueba de que el jurado -presidido por la renombrada directora argentina Lucrecia Martel- vio ese “algo” que hizo sobresalir a Joker por encima del típico estreno comercial basado en un personaje de los cómics. Lo cierto es que no se asemeja a ninguna otra en este género. Existe en un vacío sin ataduras a universos cinematográficos que le da rienda suelta para incomodar al público. Es un filme que activamente quiere provocar una reacción, pero la sutileza no es uno de los dones de Phillips. Su misión es oprimir botones, los que sean, y la controversia que ha generado en estas últimas semanas previas a su estreno -donde se ha debatido la “peligrosidad” de soltarla ante las masas cual si se tratara de un virus, como si en el cine no hubiese visto A Clockwork Orange, Fight Club y Natural Born Killers, entre muchas más- comprueban que ha sido exitoso.
La pregunta es si Joker logra ser más que esa aparente incitación. Las respuestas a esa interrogante abarcan todo el espectro, desde las más efusivas loas hasta la máxima condena. Este servidor considera que se halla en algún punto medio, tirando más hacia el grupo que la celebra, basándome primordialmente (si hasta ahora no ha sido obvio) en el osado trabajo de Phoenix, que invita a pecar de hiperbólico. Basta y sobra con la sombra que proyecta su colosal actuación para opacar aquellas cosas que no funcionan del todo en el largometraje, y es fácil dejarse seducir por ella aun cuando el actor se desvive por repeler al espectador confrontándolo con la verdadera y única naturaleza del guasón.
Phoenix encarna a “Arthur Fleck”, un triste payaso -empleado por una agencia que alquila sus servicios- que sueña con convertirse en un comediante de stand-up. “Fleck” reside en Gotham City, la versión más mugrienta y asquerosa que jamás se haya visto de esta ficticia ciudad en el cine, inspirada estéticamente en la Nueva York de principios de la década del 80. Hay algo pudriéndose en las calles de esta metrópolis, y no es solo la basura que no se recoge hace semanas a raíz de una huelga. La gente está hastiada, la brecha entre los pocos que tienen mucho -representados por el millonario “Thomas Wayne”, padre del famoso “Bruce”, con una pinta de Trump que no es pura casualidad- y los muchos que tienen poco, cada vez se hace más ancha, y solo se necesita de una chispa para encender las llamas entre una ciudadanía abandonada, hambrienta y frustrada.
“Arthur” es esa chispa, y es aquí donde las posibles lecturas de Joker se tornan ambiguas y hasta contradictorias, porque mientras la interpretación de Phoenix expresa una cosa, la dirección y pluma de Phillips parecerían apuntar a otra. Digo “parecería” porque Phillips carece del más mínimo indicio de convicción. No asume posturas hasta -quizás- el violento desenlace, donde llega al extremo de verbalizarlas de la manera más vaga posible, y en el que seguro habrá miembros del público que verán a un antihéroe y otros que verán al “Joker” por lo que siempre ha sido: un aberrante psicópata. Las virtudes de Phillips como director no estarán a la altura de las de Phoenix como actor, pero esto no limita en lo absoluto al segundo de ofrecer un trabajo que finalmente debería concederle su primer y muy merecido Oscar.
Mientras el cineasta detrás de la trilogía de The Hangover saquea descaradamente los clásicos de Martin Scorsese -específicamente Taxi Driver y The King of Comedy, ignorando su claro sentido de ironía y conformándose con solo extraer de ellos la figura del incomprendido antihéroe para maquillarla de blanco, rojo, azul y verde-, Phoenix no deja espacio para conjeturas en su actuación. Contrario al carisma de Jack Nicholson y la fachada “cool” de Heath Ledger, su versión del guasón está totalmente despojada de cualquier cualidad redimible. Su “Joker” no es gracioso, mucho menos “cool”, y lo trágico le dura muy poco. El fetichismo que durante las últimas décadas ha girado en torno a este personaje -que raya en lo enfermizo- es desenmascarado a través de frialdad con la que Phoenix se introduce en la piel de este animal y se entrega plenamente a su maldad, en lo que también parecería ser otro acto de provocación, como si diciendo “aquí lo tienen, el personaje que muchos de ustedes idolatran”.
Cada quien llegará a sus propias conclusiones, y por más divisorio que el filme pueda ser, no se puede ignorar el mero hecho de que esté propiciando tanta discusión, más en estos tiempos donde la mayoría de las películas en cartelera pasan instantáneamente al olvido tan pronto se abandona la sala de cine. Y esa muy bien podría ser la reacción de muchos, y la misma sería válida. Considero que Joker no es un largometraje que a uno le puede “gustar” en el sentido más convencional. Es una experiencia sórdida. El entretenimiento que ofrece es ver a un paciente mental perder lo poco que le queda de cordura, bailando como un maniático aquí y allá en una hipnótica danza en la que chocan el arte histriónico y la banalidad. Uno puedo amarlo y odiarlo a la vez, y la paradoja no estaría en desacuerdo con la esquizofrenia del personaje.
“Yo no creo en nada”, dice "Arthur" en cierto momento, con una sonrisa de oreja a oreja. Créale cuando lo dice. Es posiblemente el momento más honesto en Joker. Somos nosotros los que nos estamos halando los pelos debatiendo sobre su significado mientras él ríe y ríe.