"El chata", elocuente metáfora de nuestra realidad
La ópera prima de Gustavo Ramos Perales continúa la ola de buenos filmes puertorriqueños.
El chata sabe que entra al ring para recibir golpes. Está acostumbrado a los cantazos, a los ganchos y los jabs, a coger cantazos y seguir pa’ lante. Su nombre es “Samuel”, un exconvicto recién liberado de prisión tras cumplir ocho años de sentencia, que ahora regresa a su barrio en Cupey Alto con miras a reconciliarse con su esposa, conocer a su hijo y vivir una vida honesta. “Samuel” es interpretado por el actor Alexón Duprey, quien entrenó por años en preparación para este papel y aún recuerda el fuerte olor de los gimnasios y su hedor a sangre, sudor y saliva. Su personaje es un hombre de pocas palabras, mas estas no se extrañan, pues su caracterización la lleva prácticamente tatuada en el cuerpo.
El chata es el título del primer largometraje del cineasta puertorriqueño Gustavo Ramos Perales, un trabajo que estuvo más de una década en estado gestación y que ahora llega al cine, crudo, con emociones y sentimientos a flor de piel, habitado por rostros que denotan un sentido de frustración y derrota que resultan dolorosamente familiares. Su libreto -coescrito junto a Xenia Rivery- apuesta a la simpleza narrativa, con una corta duración de 75 minutos que, si bien no alcanzan para profundizar en las vidas de los personajes, como delineadas representaciones de la mayoría de la población de un país abarcan todo lo que aspira a transmitir temáticamente.
El chata es el marido de “Susana” -una guardia de seguridad interpretada hábilmente por Mariana Monclova- que sueña con irse “pa’ allá fuera”, donde están los parques y todo promete ser mejor, allá donde recién se mudó su mamá, quien les tiene un cuartito separado en su casa para que se vaya con “Samuel” y el hijo de ambos. Si la película pudiese ser vista como una olla de presión, Monclova es la válvula a punto de estallar, una entre miles, pues “Susana”, también, es el chata, y cuando esta grita desesperadamente ante la oscuridad del abismo, no hace falta haber vivido sus mismas circunstancias para entender su rabia y angustia.
El chata se plasma en pantalla en tiros cerrados, con poca profundidad de campo, que son utilizados por Ramos Perales para exacerbar el encierro y la claustrofobia que se manifiesta en todo el largometraje, sofocando tanto al público como a los personajes, que incluyen memorables actuaciones secundarias de Modesto Lacén como “Papillón” -el bichote del barrio- y Carlos Miranda, como “Joe”, el entrenador del gym de la comunidad. Al igual que Duprey, lo que a ellos les falta en líneas de diálogo y desarrollo, lo compensan con una presencia escénica y lenguaje corporal que poseen un bagaje histórico que habla por sí solo.
El chata se suma a la emocionante ola de buen cine puertorriqueño ha estado llegando a los cines locales en los últimos años, largometrajes como Antes que cante el gallo, La Granja y Las vacas con gafas, el cortometraje Mi santa mirada y el documental Nuyorican Básquet, que han perseguido un sentido de identidad nacional que presentan francamente la cara del verdadero Puerto Rico. La ópera prima de Ramos Perales parte de un lugar personal que a su vez se hace universal ante los ojos del público, respondiendo a la atmósfera que se respira todos los días en la calle. El chata somos muchos de los que aquí vivimos y aquí seguimos, aguantando cantazos de la vida, de los gobiernos, de la naturaleza. El chata es la isla en la lona, escuchando una disonante cuenta de diez que transcurre en cámara lenta desde hace años, incluso décadas. El chata es un espejo después de 12 violentos asaltos; duele verlo, pero cuanta falta hace verlo.