"Aquaman" navega un maremoto de influencias
En su primer blockbuster en solitario, el rey de los mares se enfrenta a dos villanos y un trío de esquizofrénicos guionistas.
Hay alrededor de una docena de películas compactadas a presión dentro de Aquaman, y una vez los créditos finales aparecen en pantalla, se siente como si las hubiéramos visto todas, una detrás de la otra. De no ser por las dos o tres que funcionan, sería demoledor, mas el tedio característico de la mayoría de las películas post-Nolan del universo cinematográfico de DC Comics -con su absoluta falta de picos y valles narrativos que provean un compás a la cacofonía de acción, trama y efectos especiales- no logra hundir el barco, aun cuando este parece estar a punto de naufragar.
La experiencia, sin embargo, no deja de ser agotadora, tras navegar durante más de dos horas por el vórtice del maremoto de… cosas, montones de cosas, que se desbordan del libreto. Tal pareciera que los guionistas temieron que esta quizá sería la única película de “Aquaman” que se haría -y siendo esta una producción del DCEU, siempre existe esa posibilidad-, así que decidieron incluir todas sus ideas de una vez por todas. Carpe diem, y todo eso. Desde la leyenda arturiana, Flash Gordon y Tron hasta elementos sacados de la literatura de Julio Verne y H.P. Lovecraft, nada parece haberse quedado en el borrador, produciendo una esquizofrenia de influencias que trasciende su argumento e infecta incluso su soundtrack. Un minuto se escuchan arreglos electrónicos evocativos de Wendy Carlos y al próximo tiran versiones bailables de éxitos de Roy Orbison o Toto.
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En síntesis, esto no es más que una historia de origen con un exceso de complicaciones. ¿Conoce la leyenda de la espada en la piedra? Cambie la espada por un tridente, y eso es Aquaman. Al viejo y conocido cuento se le suma una guerra entre siete reinos, una aventura arqueológica tipo “Indiana Jones”, un romance sacado de un musical animado de Disney, dos villanos vengativos, el primo submarino de “Cthulu”, un pulpo baterista, el agujero negro de talento histriónico conocido como Jason Momoa y los “mommy issues” que evidentemente nunca pueden faltar entre los superhéroes de DC Comics. El resultado es una estridencia de excesos que, si funciona a medias, es gracias únicamente al director James Wan y el departamento de arte.
El universo de DC jamás había lucido mejor representado en el cine, al menos en lo que a su estética “comicbuquera” se refiere. Narrativamente, es otro cantar.
Al principio todo parece ir bien encaminado, partiendo de un cuento de hadas moderno en el que la reina de Atlántida se enamora del cuidador de un faro, estos interpretados respectivamente por Nicole Kidman y Temuera Morrison (los fans de Star Wars seguro lo recordarán como “Jango Fett”), en un junte que de inmediato se trepa a la cima de la lista de “Parejas cinematográficas que jamás pensaste que verías en tu vida”. El producto de este amor es “Arthur”, un niño mestizo por partida doble, no solo de raza mixta, sino hijo de un mortal y un tipo de diosa marítima. Su nacimiento es visto por el reino de Atlántida como una abominación, y cuando los soldados acuáticos llegan a buscarla para ser enjuiciada por traición, descubrimos que ella huyó de un matrimonio por arreglo.
Desde el arranque, Wan se encarga de que las secuencias de acción exhiban la destreza que lo ha caracterizado detrás de la cámara, con movimientos fluidos que dan la impresión de que cada puño y patada ocurren en un mismo tiro. Esto funciona exponencialmente mejor arriba del agua que debajo ella, donde los efectos especiales nublan la acción, así sea un combate entre dos gladiadores o entre ejércitos de tiburones, ballenas y crustáceos, que no se ven como otra cosa que como un torbellino de CGI. A esto se le agrega el problema que un largometraje de Aquaman siempre iba a tener que enfrentar: el que la mayoría de su historia transcurre en las profundidades del mar, y a raíz de esto acabamos con efectos como el de cabellos flotando que parecen ser entes aparte de las cabezas de los personajes. Esto no es tan malo como el espantoso rejuvenecimiento digital al que fueron sometidos Morrison y Willem DaFoe -ambos en el polo opuesto de lo que Marvel ha logrado hacer con actores como Kurt Russell y Samuel L. Jackson- pero no deja de ser una distracción.
En la superficie, las cosas mejoran, el menos en lo que respecta a la acción. El desenlace, en particular, es muy vistoso, no solo por la manera como Wan captura el duelo, sino también por el excelente trabajo del equipo de diseño, que finalmente cuenta con la libertad para que los disfraces, criaturas y demás aparentes “ridiculeces” de los cómics aparezcan en pantalla tal cuales y sin vergüenza alguna. Desde la máscara de “Ocean Master” -interpretado por Patrick Wilson- hasta el clásico traje de “Aquaman” y el distintivo casco de “Black Manta”, el universo de DC jamás había lucido mejor representado en el cine, al menos en lo que a su estética “comicbuquera” se refiere. Narrativamente, es otro cantar.
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Hay dos faltas fundamentales, la primera mencionada anteriormente: la innecesaria sobre complicación de libreto, la media docena de paradas que “Arthur” y la princesa/guerrera “Mera” (Amber Heard) deben hacer de camino a recuperar el legendario tridente que le probará a los siete reinos que él es el profético rey y así impedir un conflicto que pudiese acabar con la destrucción del mundo terrestre. Hay tanta secuencia innecesaria, tanto estorbo, que al final recordamos la razón por la que “Arthur” necesita el tridente solo porque esta es la enésima iteración de la muletilla del arco mesiánico del “elegido” que hemos visto en múltiples medios. “Black Manta” y su subtrama de venganza, por ejemplo, no compone nada, por más “cool” que se vea. Solo está ahí como carnada para una futura secuela.
La segunda falta es, lamentablemente, Jason Momoa. El tipo podrá ser el hombre más carismático detrás de las cámaras, el corpulento adonis que algunos se ligan y otros envidian, el querendón de Instagram y las convenciones de cómics, pero como actor principal, todavía le falta mucho por recorrer. Físicamente es el perfecto “Aquaman” moderno, un rey de los mares de raza mixta, y si hay algo que el libreto sí hace bien, es impulsar la idea de un héroe mestizo y lo que éste representa como puente entre el océano y la tierra, así como entre las razas. Una vez abre la boca, sin embargo, Momoa no sabe cómo vender el personaje. Los “one-liners” quedan guindando en el aire, los chistes se sienten forzados, y en general carece las herramientas histriónicas necesarias para cargar con la película.
Si se le aplica la curva que se emplea en la rúbrica que se suele utilizar a la hora de evaluar las más recientes películas de DC, Aquaman pasa raspando. Aburrida no es, incluso cuando lo es. Hay un palpable deseo de complacer por la mayoría de las partes involucradas, principalmente James Wan, cuya mayor influencia fílmica parecería ser las fantasías de artes marciales de Hong Kong en la vena de Zu Warriors from the Magic Mountain del director Tsui Hark, películas que le tiran con todo a la pantalla con tal de entretener, por más tonto o inverosímil que parezca. No por nada en China le fue tan bien en la taquilla.