“Candyman” hurga en los traumas tras la leyenda urbana
Los crímenes raciales y sus incurables heridas conforman la médula de la fantástica secuela.
Al unísono una astuta continuación de la película original y una profunda reinvención de esta, la nueva Candyman de la directora y coguionista Nia DaCosta, toma como punto de partida la larga y brutal historia de la raza negra en Estados Unidos para desenterrar monstruos que jamás han podido permanecer sepultados. En manos de la novel cineasta, la imponente figura negra con un gancho por mano -inmortalizada en la pantalla grande en 1992 por el actor Tony Todd- cobra una nueva y aterradora dimensión, transformándose de una leyenda urbana a un tipo de antihéroe que toma la forma de múltiples almas en pena que jamás han encontrado reposo.
Han pasado casi 30 años desde que el largometraje del director Bernard Rose (basado en un cuento de Clive Barker) nos introdujo a la horrenda historia de “Daniel Robitaille”, el hijo de un esclavo que se dio a conocer a finales del siglo 19 por los fantásticos retratos que podía pintar, pero quien al enamorarse y embarazar a una mujer blanca, fue salvajemente torturado y asesinado. El libreto de DaCosta -coescrito por Jodan Peele y Win Rosenfeld- sugiere que “Robitaille” fue solo el primero de muchos “Candyman”, los trágicos protagonistas de los llamados “cuentos de camino”, que han sido creados para intentar ocultar incontables barbaries detrás de un simple “cuco”. Bajo esta sagaz reinterpretación del trío de guionistas, el comando “Say his name” -que se refiere al cuento que indica que, si dices “Candyman” cinco veces frente a un espejo, este aparecerá detrás de ti- se convierte en un sombrío recordatorio de los nombres de todas las personas negras que han muerto en los pasados años, sumándose a las innumerables víctimas del racismo y la supremacía blanca que han teñido de rojo a la nación estadounidense durante siglos.
Yahya Abdul-Mateen II y Teyonah Parris interpretan a “Anthony McCoy” y “Brianna Cartwright”, una acomodada pareja de Chicago, que vive en uno de los lujosos apartamentos que se construyeron justo donde ubicaba el gueto Cabrini Green -donde se desarrolló la trama del filme original- antes de que este fuese demolido. Ella es la curadora de un museo; él es un artista plástico en busca de la musa que lo llevará a la fama, y esta la encuentra en la leyenda de “Candyman”. Su investigación lo lleva a descubrir más acerca del pasado, no solo del mito, sino de su propia vida, y lo que comienza como fuente de inspiración artística, pronto se convierte en una pesadilla en la que la línea que divide el escepticismo de la superstición se difumina rápidamente.
La confiada dirección de DaCosta es instrumental en la eficacia de Candyman para estremecer. Sin recurrir a sobresaltos o cualquiera de los viejos trucos del género, la cineasta confecciona una siniestra atmósfera de terror que se manifiesta tan pronto se proyecta la primera imagen y se mantiene así hasta que aparece el último crédito en pantalla. Desde close-ups que nos acercan a los rostros despavoridos de los personajes y un formidable uso de espejos y reflejos, hasta un tiro a larga distancia que presenta una matanza desde un punto de vista lejano que no la hacen menos espeluznante, la cámara de DaCosta es precisa, siempre justo donde tiene que estar. La manera como la directora captura la ciudad de Chicago, con desorientadoras tomas boca abajo y grandes angulares que resaltan la división entre los que tienen mucho y los que tienen poco, en combinación con el fabuloso uso de títeres de sombras para contar las múltiples historias de “Candyman”, hacen de su esfuerzo uno de los mejores trabajos directorales que han salido de un estudio de Hollywood en el pasado año. La puesta en escena es absolutamente estupenda, y la inquietante banda sonora a cargo de Robert Aiki Aubre Lowe no se queda atrás.
Paradójicamente, lo único que limita a Candyman de alcanzar la grandeza, es su ambición. El libreto quiere abarcar tanto que 91 minutos simplemente no dan para abordar temas tan abarcadores como la gentrificación, la injusticia racial y cómo las obras de artistas negros son interpretadas dentro de una industria predominantemente blanca. DaCosta hace malabares con estas y otras ideas sin necesariamente hacer una declaración contundente acerca de alguna de ellas. Mucho queda abierto al análisis del espectador, y hay varias subtramas que no se desarrollan plenamente, como el pasado de “Brianna”, quien carga con sus propios traumas, o la función de “William Burke”, el empleado de una lavandería -interpretado por el siempre excelente Colman Domingo- que le revela el trasfondo de “Candyman” a “Anthony”. Dicho eso, querer ser demasiado ambicioso es uno de los mejores problemas que puede tener un largometraje.
Reservas aparte, cuando DaCosta da en el blanco, lo hace contundentemente una y otra vez. Es fácil ver por qué Jordan Peele -quien también funge como productor- la eligió para dirigir el filme. Ambos son dos artistas negros que se han dado a conocer a través de películas de terror, y la manera cómo ambos las han utilizado ha sido muy cónsona. Trabajos como Get Out, Us y ahora Candyman, han filtrando los horrores de sus respectivas ficciones a través de los convencionalismos del género hasta que lo único que queda expuesto son los traumas de la vida real.